La porra de regalo : La mesa del desayuno queda bendecida por el plato de
churros recién comprados. No hay duda. Que los cuatro niños que había sentados
solo se hayan comido un churro no me afecta. Era algo que me temía cuando el
churrero, de buen humor tras recibir un manguito que le traen dos tipos de mono
azul, me pregunta cuántos churros quiero. Es evidente que doce churros y
cuatro porras era demasiada cantidad, pero ésa es la que pido siempre, no importa
los que vayan a desayunar. El churrero insiste en pagar el manguito, que, viendo
la alegría que le da tenerlo, parece la pieza que le faltara para poner en marcha
una máquina del tiempo. Los del mono azul niegan: uno con la cabeza, el otro
con el índice de su mano izquierda. Es una negación solemne, algo canónica, que
me complace estar presenciando. Es bueno que haya gente así. El churrero le va
aplicando cortes enérgicos a la porra que tiene enrollada y, sin dejar de
trabajar, les grita a los del aceite que espabilen con los churros. Los del
aceite dicen algo que no logro entender. Luego unas risas, que sí entiendo. Se
marchan los mensajeros del manguito y yo tiendo las manos para coger la bolsa
blanca, pero el churrero se detiene. Un momento, me dice. Y corta una porra de
un tamaño similar al manguito que ha recibido. De regalo, para el viaje, añade.
Así que me como ese trozo de porra sin cargo de conciencia. Doce churros y
cuatro porras, decía, es la cantidad exacta para que el día se asiente con
fuerza: podrás subirte a sus ramas, que aguantarán tu peso.
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