Una uva en la recámara : Me gusta ver
las uvas preparadas en los platos de los niños. Ya peladas y sin pipas para que,
en ese recorrido de anticipación que son las campanadas, puedan comerse sin problemas
la uva que cada mes les va a ofrecer y regresar después al presente con el
mensaje de la boca llena: que delante tenemos un tiempo fértil al que no hay
que temer.
Pero todos estamos pendientes de la
parte técnica de la operación, como siempre. Los cuartos, el sonido de la bola
al caer, las campanadas. Me acuerdo de que mi padre disponía una moneda de
quinientas pesetas delante de cada uva y que las iba arrojando a su espalda
conforme se las iba comiendo. Mi hermano y yo nos lanzábamos después a buscar
esas monedas sabiendo que esa carga simbólica que adquirían las hacía
inservibles para el comercio, como el caballo que ya no sirve para correr y se
utiliza de semental para atraer la riqueza.
Las campanadas. Este año va
apareciendo en la pantalla de la televisión el número de la uva que tienes que
comerte. Es el karaoke navideño definitivo. Trato de mantener el orden porque
sé que un pequeño error dejaría una rendija abierta que se convertiría en una advertencia,
en una profecía doméstica. Creo que todos lo pensamos y por eso, debajo de las
bromas, hay una determinación seria para no cometer ningún fallo.
Mantengo bien el ritmo, pero antes
de comerme la última uva me planteo la posibilidad de guardármela en un
bolsillo sin decir nada. Es una intuición fugaz. Un experimento. Si lo hago, acabaré
con este año y entraré en el siguiente cuando yo quiera. Podría congelarla,
secuestrando así al 2013, y dejarla ahí el tiempo que haga falta. Vivir sin
pensar en ella hasta que una desgracia, o un revés, o un problema se cruce y
una vez superado me coma esa uva para liquidar el año y comenzar el nuevo limpio, sin manchas. Ya que no hay monedas que recoger, mejor guardarse una uva en la recámara. Por si acaso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario