Nada por aquí :
Como es posible que todos nos exiliemos de las afueras de nosotros mismos, tan
luminosas y de diseño, hacia una zona oscura en la que recuperemos la cama de
los abuelos y la jofaina, quiero que ciertos retazos de este mundo no se
pierdan del todo. Dicho y hecho : le digo a Daniel que, como si fuera el
ayudante de un mago, sostenga una moneda de dos euros para guardar (cada uno a
su manera) un recuerdo de cómo era su mano y cómo la moneda antes de que las
dos cambien. Después le pido que la sopese (le explico el verbo con una
definición improvisada e inestable como un borracho en una bicicleta sin
manillar) para que esto quede guardado en su memoria. Foto.
Creo que bastaba con fijarse en
esos detalles particulares en las monedas de cada país para sospechar que, por
mucho que nos dijeran, las diferencias siempre iban a estar ahí. La
aristocracia de Bruselas escribía sus mejores deseos en hojas cubiertas de sellos
oficiales traducidas incluso a idiomas ya desaparecidos, pero en los bolsillos
de los que asistían, conmovidos, a los fuegos artificiales en que se convertían
las palabras de los lideres quedaba, densa y evidente, la realidad de que
seguíamos siendo de nuestro padre y de nuestra madre. Día a día la verdad se
desborda en esa chatarra que sale del bolsillo cuando queremos pagar con
agradecida precisión a la cajera de sonrisa de verano (en vez de largarle el
billete a esa compañera que parece vivir en un eterno eclipse interior)
Esa falta de homologación
definitiva por abajo, lapsus, concesión numismática, pequeña lección de
historia o haiku de cada país, qué se yo, se ha convertido en el símbolo de lo
que ha fallado en este sistema. Fabricaron una tabla recia y las patas que cada
país ha ofrecido para apoyarla, sobre todos los del sur, han salido de distinto
tamaño. Cachis. El proceso debería haber sido al revés, pero tampoco voy a ser
de los que empiecen sus frases con el debería. Allá ellos. Yo he votado y
pagado lo que me dijeron.
Sea como sea, me gusta observar
esas diferencias y descubrir en el cambio que me dan una moneda de otro país. Se me
despierta un instinto paternal al pensar en el viaje que la pequeña ha tenido
que hacer desde su Banco Central para acabar en mi bolsillo. Como la madre de
Marco en el último capítulo. Junto a ese instinto, que no hace distinciones, he
desarrollado también ciertas manías ya muy específicas : intento gastar cuanto
antes las monedas de Bélgica (tal vez por ese perfil que aparece en ellas), me
da la sensación de que me han engañado con una de Grecia (pongamos que ese búho
me hace pensar en una moneda antigua que tratan de colarme), colecciono las de
Italia (porque son de Italia, no hay que añadir más) y trato de gastar las últimas
las de Alemania (porque, no puedo evitarlo, me parecen las que llevan más
dinero dentro de sí mismas). Para las demás, indiferencia.
Esa sensación de que una moneda
alemana tiene más peso financiero que las demás es una impresión subjetiva que,
me temo, va haciéndose poco a poco más objetiva. Empiezo a creer que, colocadas
en una báscula, cada día van haciendo falta más monedas del resto de los países
para equilibrar el peso de la teutona porque las demás se van disolviendo en
los titulares económicos como las pastillas de Redoxón en el vaso junto al
termómetro. Es subjetivo, ya digo, pero tampoco me extrañaría que, de forma
paralela, poco a poco fueran introduciendo pesetas para que nos vayamos
acostumbrando al cambio hasta que un día, mientras los aristócratas digan que
nada ha cambiado, qué va a cambiar, si ellos siguen cobrando lo mismo, no quede
un euro español y en el bolsillo te encuentres pesetas y en el garaje el
Mirafiori de tu padre y en el salón la televisión con dos canales conectada al
Atari de tu comunión.
Otra foto.
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