Risas bajo el agua : No es
recomendable, no, bajar con los enanos a la piscina a las siete y media de la
tarde. El sol, por temas de gravedad, cae más deprisa y un viento que parecía
esconderse detrás de las esquinas se lanza ahora a jugar con los árboles. Otros
se echarían atrás. A mí, no sé por qué, las gafas del socorrista me dan
confianza. Bien, hombre, bien, me dicen.
Tirarse a una piscina sin gente es estrenarla de nuevo. Compensa ese frío que noto al meter los pies (no
ayuda el agua de una ducha conectada con alguna nevera), y las rodillas, las
rodillas, las rodillas (no me decido). Lucía y Daniel se lanzan de golpe y el
ruido que hacen retumba en mi orgullo. Rodilla, pecho y cuello.
El agua tiene el efecto de quitarnos
unos cuantos años de encima. Damos por buena cualquier tontería que se nos ocurra.
No hay nadie más, así que las limitaciones las marca el perímetro de la
piscina, la profundidad, la gravedad y la presencia de las gafas negras del
socorrista. Cojo a Daniel con el brazo izquierdo y a Lucía con el derecho. Los
dos no dejan de reírse. Siento sus cuerpos pegados al mío. Miro al sol y le
digo : párate.
Un nivel más bajo, los vecinos charlan.
Los niños dan vueltas con la bicicleta. El ambiente parece de pueblo, cerrado,
protegido frente a lo exterior, como ya anticipándose.
Les lanzo todo lo alto que puedo.
Debajo del agua siguen riéndose.
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