Seis millones de
bolos : Desde la puerta, calculo que en la bolera hay cinco o seis millones de
niños (según el método de un auditor de banca) celebrando un cumpleaños. Luego,
cuando me acerco, veo que sólo hay unos treinta, pero siguen haciendo el ruido
de cinco o seis millones. Si el alboroto es sinónimo de diversión, este es el
mejor cumpleaños de todo el mundo (estación espacial incluida)
Me lo paso bien viéndoles jugar.
Los demás padres, exceptuando al cuerpo de guardia de cinco madres, que velan
sin parecer que lo hacen, no saben que es aquí donde deberían estar. Aquí, como
yo, apoyado en una repisa alta con un plato de plástico al lado con restos de
tarta de chocolate.
Compruebo que la bolera es un entorno
indestructible con una rutina fácil. Una máquina va ofreciendo unas bolas
verdes como melones que los niños recogen con las dos manos. Todos intentan
meter los dedos y lanzarlas como se ve en las películas. Pero la película se
termina cuando arrojan la bola y esta avanza, cansada y un poco desorientada,
hasta el final, donde los bolos, para no estropear el cumpleaños, esperan que
les rocen para caerse, como si estuvieran cojos o blandos o sobornados o todo a
la vez.
El tamaño y el peso de estas bolas
están adaptados a ellos y a ambos lados de la calle hay colocadas unas guías,
como las que se ponen en las camas para que los niños no se caigan, para que la
bola avance sin salirse. Es, resumidamente, el escenario en el que se mueve un
país rescatado.
Mientras uno juega, los demás niños
danzan a su alrededor, gritan, dan consejos, se quitan los zapatos, se abrazan,
piden agua y sostienen sus bolas con cierta solemnidad, como si ese peso que
tienen entre manos fuera el de la madurez. Al fin y al cabo, esto es un
cumpleaños. Todo lo hacen gritando para imponerse al griterío que ellos mismo
provocan. No ser consciente de la paradoja lo hace aún más divertido.
Este sano bullicio en el que me
sumerjo, inocuo como una lluvia de algodón, me sienta bien. Esta zona de la
bolera es un país neutro en el que no pueden aplicarse las normas que un poco
más allá, pasada la puerta del encargado, vuelven a ser válidas. Las madres, me
doy cuenta, no están aquí para hacer cumplir las reglas, sino, como policías
fuera de servicio, para recordar que ahora casi todo está permitido siempre que
físicamente todos puedan salir como entraron.
Los encargados respetan también la
tregua y uno de ellos viene, con esa lentitud del que sale andando del mar y
una tranquila sonrisa, a ayudar cuando es necesario : el panel que alguien
apaga, la bola que se queda en mitad de la pista, la niña que se queja de sus
zapatos. El encargado sabe que nada puede con esta bolera, así que reacciona
con una atención de empleado de joyería. Arregla el panel, devuelve la bola a
su dueño y escucha atentamente a la niña como si le estuviera proponiendo la
mejor adivinanza que fuera a escuchar en su vida.
Nadie presta atención al marcador
en el que, de forma profesional, van apareciendo los nombres de los niños con
sus apellidos, lo que les hace parecer mayores. Sólo Daniel parece interesado
en él.
-Soy muy malo – me dice.
Le paso la mano por la nuca,
empapada de sudor.
-Pero me lo estoy pasando muy bien.
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