Tres meses en el
destierro : Durante todo el verano, a la ducha del baño (doméstica) le entra
una depresión que le disuelve sus huesos de serpiente. Se vuelve entonces
blanda por dentro, aunque por fuera siga igual de flácida que siempre.
Yo sé qué le pasa aunque ella,
limitada por las opciones frío/calor, poco pueda decirme.
El hecho es que sabe que no puede
competir con las duchas de la piscina (salvajes), que siempre se muestran
altivas, con ese cuello de cisne metálico; que no se permiten relajar su
posición de revista; que son dueñas de una elegante marcialidad; que ponen con
su presencia un contrapunto necesario (como pequeños trozos de sal en el
chocolate) a esa despreocupada alegría que rodea la piscina. Dos puntos : El asta
en el que se cuelga la bandera del verano.
A su lado, la ducha doméstica no
puede aportar nada. Encerrada en un baño, no sabe lo que es reflejar el sol o
sentir la fina sombra blanca de la luna recorriéndola de la cabeza a la base
conforme avanza la noche. Ella vive en una eterna estación. Hace su trabajo de
mojar y de aclarar y presiente que se acerca el verano cuando sólo se la
utiliza para quitar el cloro rápidamente, sin dejarle tiempo para dejar
brillante el pelo.
Le digo que la ducha salvaje no te
deja elegir entre frío o calor, que es como un instrumento incompleto. Añado
que al abrirla no sabes cómo va a salir el agua. Sigo diciendo que salpica
mucho. Que a veces no sale el agua con fuerza.
Digo más cosas, por decir, pero lo
cierto es que el verano empieza a latir cuando esas duchas de la piscina
comienzan a bombear agua. La primera vez que me pongo debajo de una de ellas,
abro el grifo, y, con la cara levantada, siento caer el agua, doy por iniciado
el verano.
No sé qué más digo. Ella también
presiente que es pariente, más o menos lejana, pero pariente, del reloj que nos
despierta todas las mañanas y eso es algo que le duele. Me quedo a su lado
sabiendo que ahora no quiere escucharme.
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