El huevo frito del último piso : Algunos
sábados por la mañana íbamos a hacer la compra al Corte Inglés. Mientras mis
padres llenaban el carro, mi hermano y yo añadíamos los caprichos que nos
íbamos encontrando después de insistir un poco. El carro terminaba repleto,
como si de vuelta a casa fuéramos a elegir el camino largo, el que incluía
pasar por Pekín, y hubiera que estar preparados.
Después comíamos en la cafetería
con esa tranquilidad que da saber que tienes la compra ya en el coche y el
resto de la tarde para no hacer nada, que es la mejor manera de aprovecharla.
El menú era siempre el mismo : un sándwich vegetal de varios pisos con un huevo
frito en el último del que asomaba la yema por un agujero precioso en la
tostada que lo cubría, y un batido largo y eterno, como la propia tarde de
sábado. El mejor momento del sábado, y tal vez de la infancia, llegaba cuando
cogía el trozo circular que habían retirado de la tostada que coronaba el sándwich
y empezaba a dar pequeños toques sobre la yema, probando su consistencia,
apretando con cuidado para evitar que se rompiera. Tal vez la infancia se acabe
exactamente en el momento en el que la yema se rompe y haya que empezar a comer
antes de que el plato se enfríe. O no. El caso es que había un rito que cumplir
con el sándwich que acababa cuando recogía las migas con las yemas de los dedos
y al absorber por la paja del batido solo salía un ruido de desagüe que
obligaba a mi padre a pedir rápidamente la cuenta.
A pesar de ser casi una costumbre, y
de que ese sándwich debería incluirse entre los objetos de mi tumba si fuera un
faraón, esto es algo que nunca hemos hecho con los mellizos. Para mí pertenece
a una época en la que el dinero tenía cierta rotundidad. Esos días en los que
el dinero parecía estar delante de las cosas y no detrás, como ahora,
persiguiéndolas sin llegar a atraparlas. Cualquier tiempo pasado no fue mejor,
pero queda la sospecha, viendo que ahora no podemos salir del Mercadona, de que
sí fue más barato.
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