Lisboa en el espejo : Antes acudía al
Rastro a comprar las grabaciones en cintas pirata de los conciertos a los que
había ido. Las encontraba en puestos con carátulas en blanco y negro que algún
amante del trabajo bien hecho (los había), coloreaba para añadir al indudable
valor cultural y emocional del objeto otro estético y así los tres, empujando,
conseguían elevar la valía del objeto con el fin de compensar la baja (o nula)
calidad sonora que la cinta registraba.
Hoy no queda nada de eso porque si
el vídeo mató a la estrella de la radio, el mp3 ha eliminado cualquier vínculo
con esos procesos artesanales, con esas mesas inestables, con esos aficionados
que sabían que parte del encanto estaba en el trayecto, en despertarse pronto un
domingo por la mañana con la esperanza de dar con ese concierto de Queen en el
estadio del Rayo Vallecano y que la inmediatez de Internet ha suprimido
sustituyéndola por un eterna insatisfacción a cien megas de velocidad.
El Rastro ya no es lo que era y no
sé si la culpa la tienen esos municipales que van pidiendo permisos y papeles y
documentos a los dueños de los puestos. Permisos, papeles y documentos que
entiendo, porque los impuestos deben recaer sobre todos para que todos nos sintamos
iguales, pero que han suprimido esas mesas con cintas en blanco y negro (no me
olvido de los artistas del color) que no podían o no querían, o las dos cosas,
atender ninguna de las cargas impositivas con las que se mantiene en pie el
sistema (sobre solo un pie, como sabemos).
Pero esa ausencia solo me sirve para
estimular un poco la melancolía, que hay que tener todas las emociones en forma
para cuando se necesiten de verdad. Ahora ya no vengo para comprar esas cintas.
Lo que me interesa, que mis circunstancias han cambiado y yo con ellas, para no
hacerle un feo a Ortega y Gasset, es ser de los primeros en acudir a uno de los
puestos de cromos de fútbol para llevarme los equipos enteros como magnate
chino. De dos en dos.
Y ahí estoy, bajando por la Ribera
de Curtidores mientras los dueños de los puestos ensamblan las partes metálicas
de los mismos y charlan entre ellos y miran al cielo y disponen la mercancía y
vigilan los sacos con la mercancía. Les dejo trabajar, claro, y por eso voy por
la acera, recorriendo sus trastiendas. Es el camino rápido y en el que me
encuentro un quiosco donde suelo detenerme para leer titulares con la
satisfacción del camello que encuentra un pequeño oasis en el que relajarse un
poco, por mala que sea la calidad del agua. Hoy es tan pronto (los churros de
todas las cafeterías, incluso los de las malas, donde se quedarán expuestos
hasta la noche, todavía están calientes) que el quiosco está cerrado.
Está cerrado y bien cerrado. Y es
una lástima porque hoy es un buen día para detenerse en la prensa deportiva y
disfrutar de los titulares de los periódicos enemigos, obligados a mirar hacia
otro lado (el homenaje a algún socio distinguido que se ha muerto, no sé)
mientras los ecos (en lenguaje deportivo) del suceso principal, el de ayer,
siguen vivos. Quería y necesitaba esos titulares, pero la realidad es permeable
y cuando algo importante sucede, ella misma se encarga de transmitirlo con lo
que tiene a mano: enfrente del quiosco, un espejo con marco de madera premia
con su reflejo unas prendas blancas que tiene colgadas delante de sí.
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