Así nos vamos hundiendo : El restaurante del centro comercial en
el que comemos juntos los jueves cambia de local. El nuevo, al final de un
largo pasillo con tiendas que llevan cerradas mucho tiempo, parece una mezcla
de discoteca y comedor chino : cada fracaso empresarial ha dejado su rastro. Al
ver cómo ha bajado el nivel de la comida, sabemos que éste va a acabar igual.
El bufet de ensaladas sólo ofrece la guarnición de una ensalada y las cuatro
paellas de las que te podrías servir, y
que constituían el principal reclamo, se han convertido en una ración pequeña
que te traen directamente desde la cocina.
Los
camareros nos sirven como si supieran que ésta es nuestra última cita. Supongo
que por su trabajo sabrán interpretar algunos signos de que lo nuestro,
definitivamente, se ha acabado. Podemos aceptar lo de la ensalada e, incluso,
lo del arroz, pero que la hamburguesa de pollo no venga con la cebolla
caramelizada es la prueba de que ya estamos unidos a la crisis como esas
parejas que corren con una pierna atada.
En la mesa
de al lado la conversación se interrumpe cuando les sirven el segundo plato.
Uno también dice algo sobre la cebolla caramelizada.
Pagamos en
una barra acolchada que debía hacer juego con los labios operados de las
mujeres que tomaban algo aquí a las tres de la mañana. Dan ganas de pedir un
gin tonic y de buscar una pantalla en la que pongan un partido de fútbol
americano con el que no pensar en nada. La mujer me gira el lector de la
tarjeta. Debería escribir algo para suavizar la despedida, pero no encuentro
qué añadir. Lo único que sé decir con números es Hells Bells, sustituyendo cada
letra por un número y leyéndolo al revés. Demasiado complicado para el adiós. Y
poco apropiado. Finalmente tecleo el pin.
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