El cocinero deconstruido : Mi conversión
en cocinero deconstruido, para historiadores gastronómicos, comienza en un
Ahorramás en el que me llevo de todo para preparar una ensalada César de
alfombra roja, con flashes y bullicio de periodistas. No hay detalle que no
falte. Llevo la lista de ingredientes en la cabeza y me muevo por los pasillos
con la ligereza y la alegría de una patinadora : qué lentos van todos, qué
grácil soy yo. Los demás llenan sus cestos de compras aburridas (que si leche,
que si huevos, que si latas de guisantes, como si fueran a encerrarse a vivir
en la despensa a la espera de los brotes verdes); yo, en modo irresponsable
pero feliz, cojo esos alimentos que parecen formales pero que juntos se
convierten en caprichos, como esos elementos inofensivos que en manos de Walter
White pueden derribar un edificio. Tarareo por lo bajo, a mi paso crecen las
flores y hasta creo ver huellas de cervatillos. Tengo que reconocer que me
gusto en esta faena, la templanza con la que llevo la cesta, la decisión con la
que cojo los artículos, el cuidado con el que los deposito uno junto a otros.
Todos estos gestos van presentados sobre una base de optimismo condimentada con
salsa picante y sabrosa a base de unos toques de insensatez (con la Troika afilando
sus requisitos y tú gastando así el dinero) y despreocupación (qué Troika ni
qué leches) ligeramente dorados en la sartén y pasados por la minipimer. Así
voy, digo, con esta despreocupación de alcalde de pueblo levantando imaginarias
obras en su honor por los campos de girasoles. Yo no me conformo con un
aeropuerto o un velódromo, no, yo voy a por la gran ensalada César que ya en mi
cabeza debería llamarse Oscar por los premios que me voy dando, por los
monólogos que mentalmente voy escribiendo : gracias, miembros de la academia
gastrocinematográfica por ese galardón que se me entrega y que tengo que
dedicar a todos los que intervinieron en esa obra y sin los que bla,bla,bla,
gracias a los filetes de pechuga de pollo, a los cogollos, a los tomatitos, a
la salsa, a los trocitos de pan condimentados, a los aros fritos de cebolla, al
queso (que ya nos esperaba en la nevera) y a mi madre (siempre hay que
aprovechar la oportunidad). Gracias a ellos, a mí y a la gente de Ahorramás. ¿Que
sí podría aprovechar para comprar alimentos de primera necesidad? Pues claro,
pero no, que desentonarían, que sería como ir a por alcohol para la madre de
todas las fiestas y volver con la compra de la nota de la chica de la limpieza.
En mi cesta hay calidad. La veo y me convierto en el lobo contento en medio de
un bosque de caperucitas serias que empujan su carrito, esperan a que las
atiendan en la carnicería o buscan los cereales que quieren sus hijos. Lo que
veo me gusta pero me parece escaso, lo que me ofrece la excusa que necesito
para volver a cambiar de personaje (En quinientas palabras he sido ya
patinadora, Walter White, alcalde rico de pueblo pobre, cocinero premiado y
lobo de cuento : mis influencias de Mortadelo son evidentes.), convirtiéndome
ahora en un Fernando Alonso dando la vuelta de agradecimiento después de ser
saludado por la bandera de Ajedrecelancia. Voy sin prisas, contento de ser
quien soy, dejando que todos puedan mirarme más de cerca y repartiendo las
bendiciones de Ferrari ante todos mis fieles mientras hecho más cogollos, más
tomates, más de todo. ¡La gran ensalada! ¡Mi gran obra!. La chica que me cobra
me ofrece tres tabletas de chocolate en oferta. No, no. Lo que yo voy a necesitar,
pienso, sonriendo mentalmente, es un gran barreño en el que mezclar mis ingredientes.
Ahora no soy Fernando Alonso : mis manos son las de Miquel Barceló y mi lugar
de trabajo, ya en casa, es mi cocina. Voy a hacer un homenaje al mar, al campo,
a todas las estrellas, sirviéndome de la ensalada César como metáfora. Limpio
la mesa. Saco todo lo que he comprado. Los mellizos se asoman a ver qué hay
para cenar sabiendo ellos que sé yo que si no les gusta lo que ven dirán que lo
han comido en el colegio. Desagradecidos. Truhanes. ¿Qué hay para cenar? ¡Ensalada
César!, grito. Levanto las manos como un director a punto de ordenar el arranque
de la quinta sinfonía. Ya la escucho en mi cabeza, vale, pero en la cara de los
enanos leo que me ven como Mickey Mouse a punto de hacer bailar las escobas.
Eso duele. A pesar de todo, mi gesto les impacta lo suficiente como para no
negarse. Ensalada…César, dicen, con ese tono de arrastrar una toalla por la
playa. Les animo con frases que le escucho a la monitora de spinning mientras
yo voy a lo mío con las pesas, que prefiero cansarme despacio. ¡Ánimo!.
¡Subimos una más! ¡Nadie se queda atrás!. Hay un silencio de patio de recreo
por la noche. Estoy a punto de convertirme en un Adriá de andar por casa. Es
Lucía la que me da el primer empujón : sólo quiere pollo y salmón. Daniel me da
otro para que avance por la tabla y caiga en el océano de la monotonía. Me
vengo un poco abajo. Mi plan era terminar como Jamie Oliver, mezclándolo todo y
echándole aceite a la mesa, a la encimera, a la televisión del salón, a mis
zapatillas, al libro de Antunes, a la gente, a toda la gente desde el balcón.
La realidad manda. De crear una gran obra de mil páginas de introducción paso a
un instante minimalista, colocando cada ingrediente en un cuenco. Así se
deconstruye la cocina y mi ego. Los mellizos, felices, y es lo que importa
porque el cliente siempre tiene razón.
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