Dos aproximaciones al orden:
Daniel
: Voy con Daniel en el coche a vaciar
el maletero en un punto limpio. Esto es algo que nunca hice con mi padre porque
cuando yo era pequeño nadie reciclaba : la basura era basura y no dejaba un
rastro de culpa en tu conciencia. Ahora este tema ha cambiado.
El encargado, con mono azul, se
acerca a apuntar el número de la matrícula en un cuaderno. Pregunta el código
postal y nos deja seguir. Cada contenedor tiene un cartel al lado. Aparcamos en
el que pone “Maderas”. Daniel tiene prisa por salir del coche, coger las partes
de un mueble de Ikea y lanzarlas al contenedor. Le encanta tirar ahora una
caja, y un aparato electrónico que se rompió, y los accesorios de plástico de
una lámpara. Es el placer de lanzar objetos y ver cómo se estrellan sin que
nadie diga nada; pero también parece disfrutar con este ejercicio en el que se
va poniendo en orden algo que hasta este momento estaba mezclado.
Siempre que vengo tengo la
sensación de que el encargado va a acercarse y que en algún momento me va a
reprochar que lo que tiro está nuevo, que todavía hay alguien que sabría
sacarle partido.
Llega un camión para llevarse el
contenedor de los aparatos metálicos. El conductor, que lleva unos guantes
gruesos, saluda al encargado. Por la puerta abierta de la cabina se escucha un
concierto de Sabina.
-Eso es todo – le digo a Daniel.
Salgo del punto limpio como de
aquellos confesionarios del colegio después de obtener la absolución.
Lucía : Lucía se niega a venir con nosotros
al punto limpio pero se ofrece a acompañarme al Corte Inglés a comprar papel de
forrar. Nos hemos quedado sin rollos y María quiere dejar todos los libros
listos. Ya que vamos, aprovecharemos para comprar algo de cenar y una botella
de Equus.
Lucia se relaja y no deja de hablar
todo el rato. Está de buen humor. En el aparcamiento, me separo un poco de ella
y espero, como si no estuviera esperando lo que acaba haciendo : sin dejar de
hablar, me coge la mano y camina a mi ritmo.
Ya en la la sección de papelería se
mueve como si la hubieran montado para ella por su cumpleaños y como parte de
la fiesta tuviera que encontrar los rollos de papel. Ahora soy yo el que la
sigue, sin prestar atención a nada más. Si ella pudiera, viviría en una
papelería, rodeada por ese orden de pequeños objetos.
Vamos de un pasillo a otro, como
personajes de un cuento, hasta que damos con lo que buscamos. Cogemos ocho
rollos y caminamos con ellos como si fueran los planos de una nueva máquina o los mapas de tierras desconocidas.
Plano o mapa, cada uno cuesta un euro con noventa. Alguien debería tener la idea de vender
los libros ya forrados.
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