El email es cosa de adultos : No seguí
el consejo de María y en la lista de la clase de Daniel puse mi dirección de
correo electrónico en vez de la suya. Pensaba que daba igual y lo seguí pensando todo el
tiempo que la bandeja estuvo en silencio, como si en esta historia no fuera a
haber un hasta que. Hasta que, claro, se empezó a organizar el primer
cumpleaños y algunas mañanas podía percibir, lentamente, cómo el suelo
comenzaba a temblar con una estampida de mensajes que, ya desde lejos,
levantaban nubes de arena en el teclado. Seguía pensando que no sería para
tanto. ¿Quién no ha tenido un día complicado en el que se cruzan los mails y ha
salido vivo?. Nada a lo que no pudiera hacer frente, pensaba, que a veces
pensar es la mejor forma de actuar irracionalmente. Y un buen día, por fin, señales
hasta entonces dispersas se acumularon. El agua vibraba. Los tubos
fosforescentes se agitaban y parpadeaban. Los lapiceros se movían hacia los
bordes de las mesas. El ratón daba pequeños saltos. El cursor avanzaba tres,
cuatro posiciones, tres. El Excel se cerró. La papelera se cayó y derramó
algunos archivos sobre el fondo del escritorio. El cristal de la pantalla hizo
clac y un pequeño hilo se dejó caer desde una esquina. Súbitamente, el
silencio. El silencio, como el margen ancho en un libro de poesía. Solo un mail
con el texto “cumpleaños”, que se quedó en negrita en la primera línea de la
bandeja. Todo se calmó y el margen se ensanchó. Nada que temer: una gota no
hace lluvia. Pero a los pocos segundos una de las madres que estaba en copia
contestó a todas. A ese comentario siguió otra respuesta y después otra. Y
otra. Y otra. Comenzó un diálogo de palomitas en el microondas que a las pocas
horas ya me había desbordado. Guardaba mi turno, pero ese huracán de mails
cobró tanta fuerza que ya me resultó imposible hacer cualquier comentario. Me
quedé fuera. El huracán se llevó mi orgullo y me dejó con la vergüenza intacta.
De vez en cuando leía algún mail para saber de qué se hablaba, pero era
necesario haber seguido toda la historia. La vergüenza y la humillación. Traté
de recuperar toda la información posible para cuando María acabara enterándose
de la organización y quisiera saber dónde se celebraba, cuánto costaba, qué
niños estaban invitados. Esas cosas. Lo intenté varias veces, pero cuando me
asomaba tenía la impresión no de estar en un capítulo nuevo, sino de haber
saltado de temporada. Y poco a poco me fui alejando hasta que una tarde, como
si no pasara nada, María me preguntó por el cumpleaños. Y sin decir mucho, qué
iba a decir (en los bolsillo solo tenía una colección de peros inútiles como tiques
de aparcamiento), arrié la bandera con mi dirección de email y la cambié por la suya,
concediéndole de nuevo poder en la plaza.
Esta tarde veo una invitación a una
fiesta de Hallooween en la mesa del salón. La leo desde lejos. No me atrevo ni a
tocarla. El huracán tampoco me ha devuelto el amor propio.
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