La contundencia del hormigón: Una de
las calles que permiten salir de la zona del colegio es muy estrecha
(simbólico) y ahora está taponada (lo que es más simbólico). Afortunadamente
ahora no llevo a los mellizos, por lo que no quedan expuestos a este tóxico
correlato que a mí ya no me afecta. Cambio de emisora, bajo la ventanilla, miro
al conductor de atrás por el espejo, subo la ventanilla.
Delante de mí hay una hormigonera.
Parece un dinosaurio de la raza de los activos tangibles vagando por las calles
tras la caída de ese meteorito económico que ha ocultado el sol del crecimiento
ilimitado. Esa impresión le quita algo de poder a su imagen como todo aquello
que pierde utilidad, vale, pero quien tuvo, retuvo, sobre todo si por las venas
le corría un hormigón denso capaz de hacerle una buena transfusión a cualquier
edificio.
Que algunos la veamos como el
símbolo de una época en la que todas las palabras terminaban con varios ceros y
la critiquemos me da igual ahora. Esa contundencia me gusta y sin dejar de
estar en el bando de los críticos, me paso a la vez al de los defensores por ese
cansancio ontológico que provoca el que la producción virtual de ceros y unos a
la que me dedico (tanto por obligación como por devoción) no sea más que el
simple polvillo digital que deja el tiempo al frotarse con mi vida y que el
error de un disco duro puede hacer desaparecer.
Como esa incertidumbre en lo externo
también afecta a lo interno, si hubiera tiempo antes de que el semáforo
cambiara a rojo le pediría al conductor que me diera una pequeña ducha de
hormigón. Lo justo para ganar algo de consistencia.
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