Una biografía discontinua : Gracias a
Daniel, que insiste en venir a nadar, conozco la piscina del gimnasio. La
imaginaba con las calles ocupadas con el nadar lento de los que vienen
siguiendo las órdenes de un geriatra y bajaba con paciencia de ministerio. Pero
las calles están vacías y solo hay dos nadadores recorriéndolas con la
perseverancia del que va tejiendo una larga bufanda a lo largo.
La piscina mantiene la misma
profundidad en todas partes. Daniel asume que está haciendo algo de adultos y
nada más ducharse se quita las zapatillas con cuidado japonés y se mete en el
agua. Se coloca las gafas y empieza a nadar antes de que le pregunte quién sale
el primero.
Cada vez que lo espero al final de
la calle, me trae un recuerdo distinto de cuando yo nadaba con mi padre. Hasta
que llega un momento en el que soy a la vez mi padre y quien avanza hacia mí. Tengo
la sensación de que si estirara esta calle llegaría a unirse con precisión a
aquella otra. Dos líneas discontinuas que trazan un camino que, en el fondo, no
sé a dónde me lleva.
Estamos una hora nadando. Daniel
insiste en que aguantemos hasta que se ponga el sol, lo que me parece un gran
plan. Dejar que desaparezca la luz del exterior hasta que podamos nadar en
ésta, metálica y ondulante.
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