Un
acuario de chucherías: Sobre la encimera de la cocina hay dos cucuruchos de
golosinas de algún cumpleaños que han celebrado hoy en el colegio. Como los
mellizos no son golosos, hubo un momento en el que llegamos a tener una zona de
la cocina con varios de estos cucuruchos sin abrir, como recipientes que
conservaran ambiente de fiesta y de los que echar mano en momentos enrarecidos.
Celebrar
un cumpleaños un día de trabajo es nadar contra la marea, pero supongo que
veinte niños de nueve años son capaces de domesticar la corriente si se lo
proponen. La de un martes como éste. Cojo la bolsa y la levanto, como se hace con la que te dan
en el acuario con el pez recién comprado, y busco en ella algo que me apetezca.
No está mal pasar de la ambición desenfocada del deseo a la precisión del
capricho, no señor.
Y
por un instante, corto, tengo la impresión de que se trata de una prueba porque
todo encaja: el silencio, el cucurucho sin abrir, la encimera despejada. Con
menos habrán caído experimentados ladrones de guante blanco. Pero le quito el
nudo a la cinta azul y no pasa nada: no se escucha ningún tic-tac en la bolsa
ni dentro de mi cabeza, así que en este momento ni a mi familia ni a mi
conciencia les preocupo mucho.
Le
arranco el papel a un palote. Parece fresco y se pela bien. Después pienso
comerme una moneda de chocolate y una nube. Tal vez la profesora reparta los
cucuruchos diciendo que no deben abrirse, que son para los padres que llegan
del trabajo : deshacer un nudo, curiosamente, puede hacer que un día no se
desmorone.
Mientras
me como la nube se me ocurre que podríamos recuperar el acuario, seco desde
que se murió el último pez, y llenarlo con todas estas chucherías. Sería una
buena forma de darle una segunda oportunidad.
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