Una corbata para el minuto diecisiete :
Diez minutos antes de que empiece el Classic Match en el Bernabéu hay más
asientos vacíos que ocupados. Por un momento temo que la grada haya cedido al
buen tiempo y ande empleando la tarde en otras tareas que no estarán a la
altura de ésta: volver a vez a Zidane corriendo con un balón en los pies con
esa delicadeza que te hace envidiar al propio balón. Pero no: éste es un
partido eminentemente infantil y esos diez minutos son los que necesitan los
padres para ponerle mantequilla al sándwich y terminar de preparar una cesta
como las que hacían soñar al oso Yogui porque, al fin y al cabo, se va al
campo. Diez minutos más y el campo ya está lleno, satisfecho de sí mismo.
Venir al Classic Match, a ver un
equipo de viejas glorias, es una tarea que sustituye a la visita al Museo de
Ciencias Naturales del domingo por la mañana, con lo que el partido ya empieza
con ese par de horas de sueño que los padres se han permitido esta mañana. No
es extraño que haya este ambiente de fiesta en lo que es básicamente una clase
lúdica en la que se les va explicando a los niños quiénes son esas personas que
aparecen en el marcador. De cada jugador se les explica dónde habitaba, a qué
tipo de contrario atacaba, en qué momento del partido se ponía a hibernar o si
se trataba de una especie en peligro de extinción.
Pero más que una clase de historia,
es una excusa para sacar del armario las camisetas antiguas para airearlas.
Esas tipografías antiguas. Esos nombres. Esta segunda vida de la camiseta, que
va encogiendo año tras años, es la mejor excusa que encontramos para defender a
todos esos objetos que seguimos guardando porque sí, porque nunca se sabe si
este avance de la historia va a ser, como defendía Nietzsche, circular, y nos
vamos a encontrar en el preciso instante en el que la moda nos espere en las
cajas del desván. Una forma, en fin, de reivindicarnos a nosotros mismos como
objetos también y que habría tenido su reconocimiento definitivo si cada
jugador hubiera llevado a la espalda ese diseño que a cada uno le hizo
especial. El cinco de Zidane, por ejemplo.
Y qué más da lo del cinco en el
caso de Zidane. La tarde se ha montado para verlo parar un balón con el pecho y
controlarlo. Para verlo avanzar en el minuto diecisiete hacia la portería rival
y saber que, como alguien que abre su armario y se toma tiempo para elegir la
corbata que mejor le sienta, mientras corre va decidiendo por dónde tiene que
golpear al balón para que el gol sea el más apropiado al partido y pueda unirse
a su serie personal.
Es ese gol de Zidane lo que le concede una nueva prórroga a su camiseta, que volvemos a colgar en casa después de un partido que termina con el público haciendo la ola y los niños lanzando aviones de papel aprovechando cierto desorden en la clase cuando los padres dejan de ser profesores y se convierten con sus aplausos a los sucesivos cambios en parte ya de la historia.
Es ese gol de Zidane lo que le concede una nueva prórroga a su camiseta, que volvemos a colgar en casa después de un partido que termina con el público haciendo la ola y los niños lanzando aviones de papel aprovechando cierto desorden en la clase cuando los padres dejan de ser profesores y se convierten con sus aplausos a los sucesivos cambios en parte ya de la historia.
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