Botellón mineral : A menos que seas un
zoquete, ser padre en el campo debe ser más fácil: mientras paseas con tus
hijos puedes ir enseñándoles los nombres de lo que va apareciendo, las
costumbres de los pájaros o la forma de leer las nubes. Esas cosas. En la ciudad ese
espíritu pedagógico es más difícil. Siempre puedes comentar algo sobre las
pérdidas de la Caja por la que pasas, repetir las críticas que has oído de un
restaurante que te encuentras o lamentar que en las tiendas haya más empleadas
que clientes, pero nada de eso ayuda a darle consistencia al paseo. Y menos aún cuando vas con una niña de nueve años.
Quizás por eso aquí el paseo suele terminar con una bolsa en la mano que trate de compensar esa falta de recompensa en forma de
experiencia que debe dar la Naturaleza cuando no tienes que pagar una entrada
para verla. Compramos para no volver con la cabeza vacía. Y esta sospecha se
cumple en el caso de Lucía, que antes de salir de casa quiere saber con
exactitud dónde vamos a terminar. No entiende el concepto del paseo por el
paseo.
Acabamos en una de esas tiendas que
son como sucursales de Ikea en el barrio y que te ofrecen toda la brillante
chatarra que necesitas para llenar los cajones de los muebles que acabas de
comprar. Sigo a Lucía en su recorrido con paciencia de mayordomo inglés. No
miro el reloj. Solo hago comentarios favorables. Me muevo cuando ella se mueve. Y pago sin quejarme lo poco que coge: en la compra es tan selectiva como con la
comida.
Una vez fuera le propongo que nos
sentemos en un bloque de piedra que nos encontramos delante y que suelen
utilizar para practicar skate. Podemos improvisar una tranquila merienda a base de
mini pretzels salados y de barritas suecas con pipas. Lucía acaba aceptando
cuando me ve disponer lo que tenemos para empezar a comer. Se sube al bloque,
cruza las piernas y comienza a picar mirando alrededor.
Nos rodean los rascacielos de la
zona de Azca que reflejan una nubes negras que avanzan cada vez más despacio.
Los pretzels dan sed, pero la Naturaleza es sabia y nos ofrece un Starbucks al
que Lucía se acerca a por una botella de agua. Tengo que insistir en que coja
las monedas que le ofrezco, excesivas para el precio, pero prefiero no quedarme
corto. La veo alejarse, entrar en al tienda, salir con la botella. Nuestro picnic
urbano, nuestro primer botellón juntos.
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