Un
cortometraje iraní : A Lucía le gusta el agua, a Daniel la Fanta de
naranja; A Lucía el cruasán, a Daniel el donut; a Lucía el salmón, a Daniel la
pasta rellena; a Lucía el huevo revuelto, a Javier el huevo frito.
Daniel
estira el pasado con su charla desbordante y Lucía anticipa el futuro con su
silencio cerrado. El resultado es que tratar con Daniel suele ser fácil porque
sus gestos con como esos tráilers largos que te cuentan la película; mientras
que en el caso de Lucía te enfrentas a un corto iraní en el que en veinte
minutos no se mueve una sola hoja del árbol que aparece.
Así
que para acceder a Lucía hay que dar rodeos alrededor de ella y suponer que en
todo lo que hace hay una pista fundamental sin la que, como en un videojuego
puntilloso, no podrás pasar al siguiente nivel. Nos aplicamos a estas normas
con algo de resignación porque solo en esos juegos las pistas te llevan
claramente a algún sitio y nada nos asegura que sea así en la realidad, pero éste
es el único camino.
En
este tiempo nos hemos acostumbrado a valorar los silencios, a pesar las
miradas, a analizar los gestos, a darle más importancia a la sombra que al
original por esa inercia un tanto platónica que llevamos dentro. No es que
avancemos mucho (nos faltan referencias), pero a veces logramos adivinar qué le
pasa y decírselo, como si ella misma no lo supiera y en esa especie de paseo
solitario por la nieve en el que anda metida ella fuera la primera sorprendida.
A
Lucía le gustan los mini babybel para merendar. Coge uno y se lo lleva a la
terraza para comérselo. Sus dedos parecen más finos y largos en la sombra de la
pared.
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