La siesta de mármol : Me siento un
tanto inquieto dentro de una catedral porque todo lo que veo me anima a que le
ponga una fecha y un estilo y de mí solo obtiene un silencio culpable. El
espacio en el que me encuentro es, exactamente, el tamaño de mi ignorancia, lo
que es algo desolador pero ofrece, por lo menos, la posibilidad de darle una
dimensión a mi incultura.
-Soy tan bestia como la nave
central de la catedral que Burgos.
La de Burgos, por ejemplo, es un
buen reto para ponerse a prueba porque, en ciertos momentos, uno tiene la
impresión de que no es solo una muestra de arte, sino un gran trastero en el
que distintos estilos han ido dejando lo que les ha ido sobrando. Todo ahí
reclama un comentario ajustado, una cuña histórica que fije lo que se ve en un
momento preciso como la aguja de un sastre en la prueba de un traje. Sobre todo
cuando se acompaña a dos mellizos de nueve años.
Pero nada. ¿Dónde fueron las clases
de arte?. Ni idea. Seguramente las clasifiqué en mi cabeza dentro de la carpeta de física con esas explicaciones que ni me molesté en memorizar (no
lograba entenderlas, así que para qué) y que convertía en pequeños trozos de
confeti cuando cambiaba de año. Adiós a la tabla periódica y a las diferencias entre el románico y el gótico. Adiós al conocimiento, así, en general.
Esta incultura personal debe estar
más extendida de lo que me creo porque en la entrada te entregan, sin
preguntar, la parte de arriba de una ducha para que vayas escuchando una
explicación sobre lo que ves. Debe ser que, cansados de las caras que ponían
los visitantes, decidieron repartir esas guías a todos, las pidieran o no, para
que al llevarlas no te sintieras más tonto que el que se guiaba por lo que ya
traía de serie en su cabeza.
Agradezco el esfuerzo, pero me temo
que ya es tarde. Lo que yo necesito es una introducción a la introducción de la
historia del arte. Escucho un par de explicaciones de una voz neutra y me
dedico a planear. A mirar, sin más. Me digo, como los incultos, no nos
engañemos, que lo interesante está en los detalles y a ellos me entrego sin
mucho criterio y sin saber qué tiene valor o qué es una mera chapuza de
mantenimiento. Con espíritu new age abrazo todo como manifestación del trabajo
humano y tal.
Y es en ese deambular errático, por
zonas en las que no hay nadie, cuando descubro unas cuantas estatuas yacentes
que comparten el mismo detalle. No deben ser muy importantes porque están en
algunos pasillos, como enfermos en un hospital sin camas, pero eso me da igual.
Todas sostienen un libro en el que un dedo marca el punto en el que han dejado
de leer, como si más que morirse, hubieran decidido echarse una siesta en
mármol antes de continuar con la lectura. Esa lectura detenida me parece la
mejor representación de la inmortalidad que he visto. Algo en plan “me muero
pero en cuanto me quite de encima el papeleo del cambio de cuerpo a no cuerpo,
sigo con este libro”. Sólo los que seguimos con libros tradicionales viviremos para siempre, riéndonos con suficiencia de los que ajenos al consejo de estas estatuas se pasaron al kindle y demás artefactos diabólicos.
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