Romance bajo cero : Cuelgo los
bañadores en el tendedero como si fueran dos trofeos que nos hubiéramos ganado Daniel y yo por habernos bañado en una
piscina de agua helada.
La verdad es que tanto frío me
sorprende porque, objetivamente, no hay nada que lo justifique, así que
sospecho que el vigilante por la noche deja su trabajo en su caseta, se marcha a
charlar con el vigilante de la gasolinera (ahí hay esperando una obra de teatro
o un cuento o una tesis) y aprovecha para llenar el maletero del coche con todas las bolsas
de hielo que quepan.
Ya de vuelta me lo imagino haciendo
cientos de viajes del maletero a la piscina con un cubito en la mano (el
silencio es fundamental) para dejarlo caer en el agua con ese cuidado preciso
del que mete una moneda en una ranura.
No hay que darle muchas vueltas
para descubrir los motivos. Cuando Daniel y yo subimos a la vacía piscina, la
socorrista tiene que dejar de hablar con el vigilante en la caseta y venir a
protegernos por si el frío nos volviera rígido algún miembro y nos fuéramos
hundiendo poco a poco en una criónica muerte de andar por casa.
Los dos bañadores están rígidos,
como banderas en el Polo Norte. Cualquier otro desistiría, pero nosotros
volveremos a bañarnos mañana, aunque eso frene el romance de ese vigilante, que
debe estar deseando romper la hucha para disfrutar de golpe de lo ahorrado. Yo
lo entiendo y le pondría las cosas fáciles, pero hay que aprovechar que es la
última semana de piscina y, sinceramente, creo que ese hombre no sería capaz de
hacer feliz a la socorrista.
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