Nápoles hace setenta años : El reloj de arena tiene ahora la forma de un helado:
cuando Lucía se lo termine, se acabará el tiempo que tengo para elegir un
libro. Junto a la parada de los autobuses de Alsa y el restaurante turco en el
que compro el helado, hay una librería en la que encuentro una gran oferta de libros
de RBA a 4,95. Cualquier verano se garantiza un momento inolvidable con algo
así. Los libros están cuidados. Alice Munro. Isaac Bashevis. John Updike,
Vladimir Nabokov. Charles Baxter. Jan Morris. Cada nombre que voy leyendo hace
más difícil la elección, por lo que llega un momento en el que no sé qué hacer,
atrapado en las arenas movedizas de un helado. Hemos venido a despedir a María,
que se vuelve a Madrid, y a cambio la tarde, como forma de equilibrarla, me
ofrece esta selección de autores. Pero no sé por cuál decidirme porque, haga lo
que haga, voy a lamentar haber descartado a los otros. Lucía está pegada a mi lado,
lamiendo su helado tranquilamente. Ya me ha dicho que ése es el tiempo que me
da y no necesita repetirlo. Se ha comido la capa de chocolate duro que lo
recubre y ya veo que empieza a asomar el palo por la parte de arriba. Dentro de
poco cogerá el helado con las dos manos y lo acabará como si fuera una
costilla. Quizás pueda esperar a que el palo quede limpio por si en él
apareciera el libro que tengo que llevarme, como los helados de hace muchos veranos
en los que los palos podían anunciarte premios. También puedo dejar la mente en
blanco y permitir que los autores giren hasta ver cuál es el último en
detenerse. Hay muchas estrategias para elegir pero un solo helado y éste se
termina antes de lo que esperaba. ¿Ya?. Ya. Y, sin saber por qué, cojo un libro
de un autor del que no sé nada : Norman Lewis, “Nápoles 1944”. Y si hay libros
de los que deberíamos recordar las condiciones en las que los compramos, éste,
sin duda, es uno de ellos.
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