Arrepio : Este es
un gesto que uno debe hacer una vez al año porque, si no, puede acabar como un
perro esperando a su dueño en la puerta del bar equivocado con las evidentes
consecuencias que eso debe tener para el perro. El gesto, decía, que me voy con
la imagen : coger los zapatos en una mano y echar a andar por la arena.
Esto está bien. Son las siete y
cuarto de la mañana y en este hábitat (el mar a la izquierda y la carretera a
la derecha) hay pocos seres vivos : los que colocan las sillas en los
chiringuitos, los que recogen basura en grandes bolsas negras (haciendo que su
trabajo tenga cierto halo sospechoso, Sopraniano), los que se besan pegados a
un muro, los que conducen esos tractores que remueven la tierra para que
crezcan bien los turistas y, claro, los que andamos por la playa a estas horas
en las que las ondas de la radio llegan rápidas y limpias, como una tabla de
windsurfing con el viento apropiado.
Los de ciudad también dejamos
huellas en la arena. Digo esto para que nadie se preocupe demasiado. Lo malo es
que, aunque voy descalzo, mis huellas tienen forma de suela de zapato. Vaya. Me
siento un poco avergonzado. Aprieto bien el pie derecho y ahí está. Lo mismo
con el izquierdo. Vaya, otra vez. Camino por el borde de la orilla para que el
agua borre las pruebas. Tanto tiempo en la ciudad.
La arena está llena de otras
huellas, que ocupan su sitio perfectamente. Las del tractor que recorre la
playa. Las de los deportistas, que corren envueltos en un halo (sí, la repito
otra vez porque la he sacado del banquillo para que corra un poco) de
culpabilidad que parecen querer disolver en su sudor. Las del agua al retirarse
y entretenerse con las piedras y las conchas que yacen sobre la arena. Las de
los cangrejos que, avanzando de lado, se alejan cuando me aproximo. Las de los
soportes en donde encajan los pescadores sus largas cañas (como si quisieran
traerse algo del pasado). Las de las botellas de cerveza. Las de las gaviotas,
leves para unos pájaros que parecen tan grandes y pesados.
Me olvido de mis huellas y me
centro en lo que voy viendo y en la música que escucho, de un programa al azar
de “Peligrosamente juntos”. Juego a creerme que solo hay presente. El cielo se
va aclarando poco a poco, anunciando un amanecer de segunda mano porque este
sol ya lo han manoseado los países del Este hace varias horas. No importa.
Juguemos también a que la tierra se estrena con ese sol que empieza a asomarse
por el horizonte.
En ese momento se termina el
programa y descubro que toda la música que llevo me aburre. Voy descartando
todas las canciones como cromos repetidos y, por eliminación, me quedo con un
álbum de Marisa Montes que no he escuchado desde hace mucho tiempo. ¿Por qué lo
incluí en esta selección?. Ahora lo sé : para este momento. “Arrepio”, de “A
Great noise”, es la canción perfecta para recibir al sol.
Ahí está, iluminando en primer
lugar la espuma de las olas que van a romper.
Así funcionan a veces las cosas. Me
giro para ver mis huellas, que ahora son las de una gaviota. Si quisiera,
podría echar a volar, pero me detiene todo el papeleo que haría falta para
animarme a hacerlo. A pesar de ser ya medio pájaro podrían emplumarme. Meto los
pies en el agua para borrar las pistas y ruego porque mis huellas sean las mías.
Estos deseos tan tontos son
fácilmente atendidos y ahí están mis huellas. Parecen las de un personaje
famoso y no ando desencaminado porque son las mías. Escribo mi nombre y como
tengo tiempo y toda la playa para llenarla de palabras, sigo escribiendo un
texto del que este post es una transcripción.
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