domingo, 26 de agosto de 2012

El cerebro de los corderos




El cerebro de los corderos : ¿Es probable que Hannibal Lecter pase unos días de Agosto por La Mancha? Hace apenas unos días me preguntaba eso acerca de Banksy y hoy, por motivos bien justificados, me acuerdo del bueno de Hannibal, que igual está de vacaciones por la zona. Sé que estoy haciendo mención a un personaje y que los personajes no son reales, pero alguno, como Hannibal sí que existen, claro que existen.

Vamos a la comida. La comida llega en un momento de saturación gastronómica típico de la región, que es austera porque, básicamente, aquí se come y se bebe todo lo que se puede y en el paisaje sólo queda lo que no aporta calorías : piedras y nubes. Comer es celebrar, aunque no se recuerde muy bien el qué. Deberíamos pedir pavo con queso de Burgos, en un platito pequeño, para compartir los once que estamos en la mesa. Eso sería lo más sensato, pero en vez de ir hacia donde señala nuestro buen juicio, nos marchamos al punto contrario y empezamos a pedir platos y más platos por evitar esa melancolía que deja una mesa en la que se ve un poco de mantel. Como la carta tiene platos de la zona, se eligen unos cuantos para mantener viva la cocina local.

La camarera anota todo y no dice nada. Debería, en un momento específico, haber dejado de escribir en su libreta y, con voz de docente experimentada ante alumnos obedientes, explicar un par de cosas. Habría bastado con un par de frases. No le habría llevado mucho tiempo. Como cuando pides que te lleven a Atocha y el taxista se da la vuelta para ver la cara del tipo que le pretende que cruce la Castellana una noche de Copa de Europa. Pero la camarera no dice nada y nosotros seguimos a lo nuestro.

Echamos mano de trozos de otras conversaciones de las que todavía se puede aprovechar algo porque les queda un poco de carne junto al hueso. Por pasar el rato más que por alimentarnos. Que si esto, que si lo otro, pero sin mucha energía, para evitar el silencio. El tema es como un globo al que se le da un toque cuando te llega y al que todos siguen con la mirada hasta que otro vuelve a golpearlo suavemente. En ese plan.

Los niños miran sus platos calculando las quejas que les va a llevar dejarse la mitad. Muchas, calculo. Son platos enormes. Van a ser unas negociaciones largas y agotadoras. Ellos se colocan la servilleta encima de las piernas y yo me sirvo una copa de vino.

Traen atún escabechado. Traen foie con mermelada. Traen pimientos rellenos. Nos vamos repartiendo la comida como si al final de cada ronda ganara el que menos tuviera en su plato. Así de educados somos. El globo se mantiene inmóvil encima de nosotros mientras comemos y rememoramos otros platos que estaban  un poco mejor o un poco mejor que éstos. Al fin y al cabo, comer es recordar.

Y es entonces cuando la camarera que no quiso ser profesora pide que le hagamos un hueco, que le hacemos, y deja encima de la mesa un plato con unos pequeño cerebro, perfecto, encima de un revuelto. El globo explota y todos notamos cómo el estómago se nos encoge. Estamos en la mesa de un forense al que le han traído las pruebas de un nuevo caso. La camarera interpreta bien ese silencio.

-Son los sesos. Los duelos y quebrantos llevan sesos de cordero.

Yo no veo sesos, sino un cerebro que parece todavía palpitar, como si estuviera terminando sus últimos cálculos antes de desconectarse del todo. Algunas neuronas, estoy seguro, siguen lanzándose pequeños mensajes eléctricos que chisporrotean dentro de una gran sala que, ya a oscuras, va quedándose en silencio. Nuestro silencio rodea ese otro silencio blanco y suave.

Nadie dice nada. El cerebros se convierten entonces en el castigo que debe comerse todo aquel que no sabía que ern parte de los duelos y quebrantos. Supongo que todos pensamos que deberían haberlo servido ya mezclado, que eso habría sido lo normal. Pero ahí está ese diminuto cerebro, desafiante.

Por eso es posible que Hannibal Lecter ande por la zona y se haya aficionado a este restaurante donde descubrió que podía pedir los duelos y quebrantos con el cerebro enteros y jugoso. Tal vez esté en otra mesa, mirándonos con interés. Sorprendido por nuestras reacciones cuando nos encontramos con las cosas como son, con su nombre.  

Me sirvo vino, esperando a ver quién es el que se atreve a clavar el cuchillo. El primer paso es llamar seso a lo que es un cerebro y pasar así de la mesa del forense a la del cocinero. 

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