El cerebro de los corderos : ¿Es
probable que Hannibal Lecter pase unos días de Agosto por La Mancha? Hace
apenas unos días me preguntaba eso acerca de Banksy y hoy, por motivos bien
justificados, me acuerdo del bueno de Hannibal, que igual está de vacaciones
por la zona. Sé que estoy haciendo mención a un personaje y que los
personajes no son reales, pero alguno, como Hannibal sí que existen, claro que
existen.
Vamos a la comida. La comida llega
en un momento de saturación gastronómica típico de la región, que es austera
porque, básicamente, aquí se come y se bebe todo lo que se puede y en el paisaje sólo queda lo que no aporta calorías : piedras y nubes. Comer es
celebrar, aunque no se recuerde muy bien el qué. Deberíamos pedir pavo con
queso de Burgos, en un platito pequeño, para compartir los once que estamos en
la mesa. Eso sería lo más sensato, pero en vez de ir hacia donde señala nuestro
buen juicio, nos marchamos al punto contrario y empezamos a pedir platos y más
platos por evitar esa melancolía que deja una mesa en la que se ve un poco de
mantel. Como la carta tiene platos de la zona, se eligen unos cuantos para
mantener viva la cocina local.
La camarera anota todo y no dice
nada. Debería, en un momento específico, haber dejado de escribir en su libreta
y, con voz de docente experimentada ante alumnos obedientes, explicar un par de
cosas. Habría bastado con un par de frases. No le habría llevado mucho tiempo. Como
cuando pides que te lleven a Atocha y el taxista se da la vuelta para ver la
cara del tipo que le pretende que cruce la Castellana una noche de Copa de Europa.
Pero la camarera no dice nada y nosotros seguimos a lo nuestro.
Echamos mano de trozos de otras conversaciones
de las que todavía se puede aprovechar algo porque les queda un poco de carne
junto al hueso. Por pasar el rato más que por alimentarnos. Que si esto, que si
lo otro, pero sin mucha energía, para evitar el silencio. El tema es como un
globo al que se le da un toque cuando te llega y al que todos siguen con la
mirada hasta que otro vuelve a golpearlo suavemente. En ese plan.
Los niños miran sus platos
calculando las quejas que les va a llevar dejarse la mitad. Muchas, calculo. Son platos enormes.
Van a ser unas negociaciones largas y agotadoras. Ellos se colocan la
servilleta encima de las piernas y yo me sirvo una copa de vino.
Traen atún escabechado. Traen foie
con mermelada. Traen pimientos rellenos. Nos vamos repartiendo la comida como
si al final de cada ronda ganara el que menos tuviera en su plato. Así de
educados somos. El globo se mantiene inmóvil encima de nosotros mientras
comemos y rememoramos otros platos que estaban
un poco mejor o un poco mejor que éstos. Al fin y al cabo, comer es
recordar.
Y es entonces cuando la camarera
que no quiso ser profesora pide que le hagamos un hueco, que le hacemos, y deja
encima de la mesa un plato con unos pequeño cerebro, perfecto, encima de un
revuelto. El globo explota y todos notamos cómo el estómago se nos encoge. Estamos
en la mesa de un forense al que le han traído las pruebas de un nuevo caso. La
camarera interpreta bien ese silencio.
-Son los sesos. Los duelos y
quebrantos llevan sesos de cordero.
Yo no veo sesos, sino un cerebro
que parece todavía palpitar, como si estuviera terminando sus últimos cálculos
antes de desconectarse del todo. Algunas neuronas, estoy seguro, siguen
lanzándose pequeños mensajes eléctricos que chisporrotean dentro de una gran
sala que, ya a oscuras, va quedándose en silencio. Nuestro silencio rodea ese otro
silencio blanco y suave.
Nadie dice nada. El cerebros se
convierten entonces en el castigo que debe comerse todo aquel que no sabía que ern
parte de los duelos y quebrantos. Supongo que todos pensamos que
deberían haberlo servido ya mezclado, que eso habría sido lo normal. Pero ahí
está ese diminuto cerebro, desafiante.
Por eso es posible que Hannibal
Lecter ande por la zona y se haya aficionado a este restaurante donde descubrió
que podía pedir los duelos y quebrantos con el cerebro enteros y jugoso. Tal
vez esté en otra mesa, mirándonos con interés. Sorprendido por nuestras
reacciones cuando nos encontramos con las cosas como son, con su nombre.
Me sirvo vino, esperando a ver
quién es el que se atreve a clavar el cuchillo. El primer paso es llamar seso a lo que es un cerebro y pasar así de la mesa del forense a la del cocinero.
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