Shakespeare
da hambre: Esta es mi aportación al corpus académico sobre su obra porque es lo
primero que pensamos al salir de ver “Las mujeres de Shakespeare”, del Brujo.
La muestra es reducida, de acuerdo, que sólo somos tres, pero dos son mujeres,
de las que elevan hasta la media. Hay que tomarlas en serio. Antes de ver la
obra pensábamos en cenar de tapas, un picoteo suave, de diseño, algo
intrascendente que ver y que comer. Un local con el nombre del arquitecto en la
puerta, pongamos, y unas mesas pequeñas con un menú corto pero cuidado, como un
caniche recién salido de la peluquería. En eso estábamos de acuerdo y con ese
consenso tranquilizamos al estómago y entramos a ver la obra de teatro. Ahí, en
el escenario, el Brujo, al que hasta el mes pasado conocía de referencias y al
que desde entonces he visto ya dos veces. La vida guarda estas sorpresas. No ha
cambiado mucho el Brujo en dos semanas : sigue con el pelo de genio y con ese
estilo con el que consigue que lo que él quiere contar se convierta en lo que a
ti te apetece escuchar. En ese sentido, es como el camarero que se presenta
para decir que no hay menú porque sólo se va a servir lo que hay preparado en
cocina. ¿Y lo de “Mujeres de Shakespeare”, maestro?. El camarero asiente, que
sí, que lo dice el título, y que él va a hablar de las mujeres de Shakespeare,
de algunas mujeres de Shakespeare, bueno, de unas pocas mujeres de Shakespeare.
Lo que va a ser el plato principal se convierte en el cuenco con pistachos del
que él y los demás vamos picando toda la obra. ¿Es eso malo?. Pues no, porque
el trabajo sobre Shakespeare ya lo ha hecho Bloom en su libro “La invención de
lo humano”, que pesa, lo acabo de comprobar, un kilo. Un kilo de saber. Ahí
está. El Brujo lo menciona bastante en la obra, indicando que sabe cuál es el
camino, qué es lo que debe decir, pero que se pierde, que sus intenciones son
otras, porque lo que él busca es que entremos en Shakespeare por la puerta de
la imaginación más que por la de la información. Reconoce la importancia de lo
académico, pero, mediante juegos de palabras, breves representaciones,
comentarios e historias, crea la atmósfera que permitió que nacieran las
mujeres de las que va a hablar. Ese mundo en el que tanto las virtudes como los
defectos parecían estar perfectamente acotados, reconocibles, identificados,
asimilados. Y quizás sea eso lo que atrae de Shakespeare, el gran catálogo de perfiles
que ofrecía en sus personajes y que después pulía en sus matices. Ese oferta
que echamos de menos entre tanto personaje actual de cliché. El Brujo logra que
sus mujeres estén vivas en su época y en la nuestra y eso, lo descubrimos al
salir, nos da hambre. Es un hambre que busca cantidad, que quiere que se
impliquen todos los sentidos, un hambre que quiere comerse también parte de la
obra para poder asimilar a través del estómago lo que no hemos podido digerir
en la cabeza. Así que salimos y pensamos en carne. Vendría bien un plato de
venado o de jabalí o de corzo. Y vino en abundancia. Pero por la zona de Chueca
lo más parecido que hay son los osos y con ellos no nos atrevemos. Por eso callejeamos,
calmando unos instintos que están muy estimulados. Vamos mirando locales hasta
que damos con uno en el que se ofrecen hamburguesas y donde pedimos
hamburguesas. Las sirven grandes, de las que hay que coger con las dos manos y
empezamos con ellas, abriendo bien la boca, comiéndonos a Rosaline, y al bosque
en el que Shakespeare se perdió, y los higos que se mencionan, y el vino, y las
palabras con doble sentido, y los disfraces, y las menciones al sol y a la
luna, y las palabras de amor, y las amenazas, y la destreza femenina y la
torpeza masculina. Todo nos lo vamos comiendo bocado a bocado hasta no dejar
nada. El mundo de Shakespeare, nos recuerda el estómago mordisco tras mordisco,
es el que se celebra, sobre todo, en una mesa, no en una silla. Palabra de
Falstaff.
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