La trágica
disfunción de los tomates : El de la crisis no es el último piso al que uno
desciende por la escalera de caracol de las quejas. Qué va. Trabajo (escalones),
política (escalones), y crisis (más escalones). Hay que ser valiente y no
detenerse en la crisis, a pesar de que sea como una gran sala en un hipermercado
chino repleta de opiniones de todo a cien. La queja une mucho y permite que el
que ha estado callado en la reunión también se anime a hablar, por eso el
grupo, ya en las copas, acomodados en el salón con la misma indolencia con la
que se han dejado los abrigos en la cama del dormitorio, se queda en ese tema hasta que el
último rayo de la reunión desaparece. Hay que dejar ese piso y seguir por la
escalera.
¿Qué hay abajo? Tomates. Una
reunión sube intelectualmente de nivel si baja unos escalones y se enfrenta al
tema de los tomates. No hay que confundirse. Toda esta construcción de quejas
debe llegar al núcleo y el grupo debe estar plenamente agradecido al que, no se
sabe cómo, logra reconducir la conversación hasta que alguien dice :
-Ahora es imposible comprar tomates
que sepan a algo.
Ahí hay que detenerse. Si los
tomates no saben a nada, ¿cómo nos vamos a tomar en serio lo demás?. La realidad
es ese elefante de circo que hace su número sobre una pequeña pelota roja que,
tras un breve análisis, representa, sin duda (creedme), al tomate. Con esto convendría hacer
algo.
-Da igual que compres los más
caros.
-Sí.
En esa melancolía está el origen de
nuestro descontento. Si al comerse un tomate al cerebro no le llega el mismo
mensaje desde los ojos y desde la boca, se acaba produciendo una disociación que,
poco a poco, va poniendo en peligro la representación coherente de la realidad
como un todo. Un terrible gusano ontológico se come lo que encuentra a su paso : las cosas son y, a la vez, no son.
Hoy a mediodía, un amigo italiano,
al que llamaré amigo italiano para mantener su anonimato, me prepara un plato
de pasta italiano. Los ingredientes que utiliza son comunes (la albahaca es del
Mercadona, ya está todo dicho) y, además, veo, sentado en una silla, con un
vaso de vino blanco en la mano, cómo lo prepara. No hay trampa. Estos italiano
son curiosos:
-Mira, huele la albahaca.
A eso me refería. El la huele como
si fuera el perfume de una amante. Tampoco hay cartón. La trocea y la mezcla en un cuenco con
mozarella (Del Mercadona, insisto), aceitunas negras y tomates cherry. Mientras
la pasta se hace, bebemos vino blanco, sin prisas. Mi amigo italiano habla de mujeres,
parando un segundo antes de definirlas para buscar el rasgo más apropiado. Hay
suficientes mujeres en su vida como para que la pasta se haga. Muerde un trozo y asiente. Lo mezcla todo.
-Corriendo al plato antes de que la
mozarella se deshaga – me dice.
Salimos corriendo al salón como si en
el cuenco lleváramos la llama olímpica. Una vez dispuesto y probado, me doy
cuenta de que, siendo los mismos ingredientes, su plato es muy diferente al que
yo lograría. Lo ha vuelto a hacer.
No hablamos mucho mientras comemos.
Escupimos los huesos de las aceitunas en la mano y los vamos dejando en una
pequeña bandeja. Parecen las cuentas de un collar. Al acabar, hablamos del “Gears
of war”, de lo mala que es su cámara de fotos, de cómo se complican los deberes
en tercero de primaria, de un par de cosas más y, de nuevo, de mujeres.
Al dejar los platos de nuevo en la
cocina, me señala una bolsa blanca.
-Está llena de tomates. Cógete unos
cuantos.
Selecciono cuatro. Por su peso y
textura ya sé que son tomates con sabor a tomate. Ahora entiendo por qué durante
todo este tiempo con mi amigo italiano he tenido la impresión de subir por la
escalera en vez de bajar. Ni crisis, ni política, ni trabajo. De todo eso
pasábamos de largo hasta llegar a ese punto, en lo alto de la torre, en el que estás a gusto escupiendo
huesos de aceituna en la mano y hablando de cualquier cosa.
Me llevo los cuatro tomates a casa
como si fueran un antídoto. Si todos nos hiciéramos para cenar una ensalada con tomates
como estos habría un antes y un después en la historia universal.
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