El sapo y la tumba : Dicen que visitar
ruinas es ir a ver piedras, y eso en Segóbriga es cierto. La guía, con un gorro
de paja y gafas de sol, nos espera junto a una piedra grande que hay al inicio
del recorrido. Si dejas de lado esta piedra no habrás entendido nada. Me gusta
ese gesto inteligente de dejar esa piedra ahí, casi sin importancia, como si
fuera un resto más de los que han aparecido sin gran valor arqueológico. Me
gusta también que alguien vaya al núcleo de todo, sin rodeos, sin historias. Hay
que fijarse en esa piedra, nos dice, se trata de lapis specularis, un tipo de yeso que los romanos utilizaban como
cristal para sus ventanas y para cubrir los suelos.
El ochenta por ciento de Segóbriga está por
descubrir y esa proporción entre lo que se ve y lo oculto va a seguir así mucho
tiempo porque, por la crisis, estos dos últimos años no ha habido trabajos arqueológicos.
La crisis también afecta al pasado. A esto hay que añadir que lo que se ve ha
sufrido el efecto del pillaje de varios siglos (empezando por los visigodos,
que debían recorrer la ciudad abandonada con sus ovejas como por un pasillo de
Ikea, pasando por los constructores del Monasterio de Uclés, que se encontraron
la cantera ya hecha, y terminando por los vecinos de la zona en cuyo jardín,
junto al balón pinchado del Barça te puedes encontrar un capitel corintio) y
que, además, muchas partes que se cubren con arena para que los brutales
cambios de temperatura no quiebren una piedra tan caliza siguen ocultas por la
ausencia de arqueólogos.
¿Qué queda entonces? Pues dos cosas
: un anfiteatro pequeño y coqueto (el tiempo, que aprieta pero no ahoga, lo ha
conservado bien, lo que justifica la visita) y esta guía. Insisto en lo de la guía porque desde la
primera frase se expresa con una precisión de ideas que me seduce. De nuevo,
ese placer de escuchar a alguien hablar con pasión de algo que le gusta : no va
a hablar de unas piedras, ella, en cierto modo, es esas piedras. Estás aquí y
también en la Segóbriga que empieza a desarrollarse por el comercio de ese yeso
que se exporta a todo el imperio romano y que permite la acumulación de riqueza
en la ciudad : cuantos más edificios se construyen, más profundas son las
galerías de las minas que, en los terrenos de alrededor, se cavan para
conseguir el mineral. El árbol y sus raíces.
La ciudad tuvo una vida de tres
siglos, hasta el III después de Cristo. De esa savia que sacaba con sus raíces
vivió una sociedad de unas dos mil quinientas personas que reproducía, a un nivel más pequeño,
el esquema de una ciudad romana. Fuera de su muralla tenía un teatro (dos mil quinientas personas), un anfiteatro (cinco mil quinientas personas) y un circo (diez mil personas) que
sirve para descubrir que la guerra entre cultura y espectáculo ya lleva pedida
dos mil años. Pretender lo contrario es engañarse.
La guía va dejando la información
cuando la pide el entorno. En cierto modo es como la vendedora que te va
describiendo cada cuarta conforme te lo enseña. Va explicando la historia
necesaria para que vayas sintiendo (este es el mejor término) la necesidad de
lo que te vas encontrando : por qué es así y no de otra forma. Apenas hay sitio
para el capricho. Todo es una respuesta a un problema. Se puede decir que te
explica la obra no desde el punto de vista del espectador, sino desde el del
tramoyista, para que sientas la casa como tuya.
Fíjate en el pequeño pasillo por el
que el gladiador, que se enfrentaría a un jabalí o a un toro, recorría para
acercarse al pequeño altar dedicado a su diosa. No era gente alta. Tampoco era
gente mayor : entre los romanos, la esperanza de vida era de unos treinta y cinco años, pero
en Segóbriga no se superaban los treinta años. Un veinte por ciento moría antes de los diez años, el
ochenta por ciento antes de los cuarenta y solo uno de cada cinco personas superaba esta edad. Si fueras
romano, sólo podrías ver esto como fantasma.
El discurso de la guía es como el
agua que llegaba a la ciudad por un acueducto permitiendo que la vida se
desarrollara. Como en toda visita, lo que ves es sólo el veinte por ciento y el resto es un
tema de imaginación, que es lo que hay que ejercitar en todas las ruinas. Gente
que no superaba los cuarenta años y que, quizás por eso, le daba a la vida una
intensidad y un sentido que se percibe en lo que hacían. En sus calles
ordenadas, en sus avenidas principales, en el cuidado con el que diseñaban sus
termas, en esa especie de identificación arquitectónica en la que cada cosa
tenía un sitio y cada sitio era una cosa. El foro, la basílica civil, el
mercado, el templo, los circos, las murallas.
La visita es corta pero intensa
porque la narración marca los tres tiempos fundamentales. En la piedra del
principio hemos visto la exposición; entre las ruinas hemos sentido el nudo y,
como en toda buena historia, aquí también hay un desenlace que cierra y
justifica todo. Ya he dicho que la guía es muy buena. Lo que acabó con
Segóbriga no fueron los enemigos, ni el agotamiento de las minas, ni las
enfermedades, ni su propio desarrollo. Es algo más sencillo y definitivo. Fue
una innovación tecnológica : el descubrimiento de la técnica del vidrio soplado
que hizo inútil ya el yeso.
No es difícil imaginarse a la gente
de la ciudad pensando que el golpe no iba a ser tan definitivo, que los dos
métodos convivirían, que lo nuevo no tenía las mismas ventajas de lo antiguo,
que lo antiguo era más…discusiones que tal vez se produjeran en la casa de Cayo
Julio Silvano, el encargado griego que trajeron a Segóbriga después de
gestionar una mina de oro. No podían imaginarse que una ciudad así pudiera
desaparecer, que acabara expoliada, deshabitada, cubierta de arena.
La visita termina junto a las
termas pequeñas, más cuidadas, a las que se invitaban a los jóvenes de las
tribus vecinas para que se fueran incorporando a las doctrinas del imperio
hasta asimilarlas y hacerles inofensivos. El Canal Disney de la época. La guía
se despide recomendándonos que aprovechemos que hace un poco de brisa para
subir a la colina y disfrutar de la vista. Nos recuerda que en el camino a la
entrada, largo y con tumbas a ambos lados, tenemos tres fuentes potables. Puede
parecer el desierto, pero no lo es. Y se marcha.
Le pedimos entonces a Daniel, que
ha estado sin quejarse durante toda la visita, que nos indique cómo está de
cansado. Con los dedos simulo uno de esos marcadores de energía que aparecen en
los videojuegos. El índice izquierdo marca el rojo. El derecho, el verde.
Daniel acerca el índice al rojo, así que dejamos la toma de la colina para más
tarde.
En el camino que seguimos nos saca
de la ciudad y del pasado. Daniel insiste en meterse en algunas de las tumbas y
salir de ellas imitando a Michael Jackson. Thriller ha hecho mucho daño. Esa es
una de las cosas que más le gusta de la visita. La otra es un sapo que nos
encontramos junto a una de las fuentes. Tumbas y sapos, será su resumen.
Dejamos el siglo II D.C. y nos
vamos acercando paso a paso a nuestra época : en algunas papeleras del camino
hay anuncios. Restaurante Las Termas. Quesería Chaves. Suministros hosteleros.
Hay que aceptarlo. Ese ochenta por ciento oculto depende del dinero que llegue, sea como sea.
En el museo, antes de terminar con
la visita, es posible pasar de la gran historia a la cotidiana. Lo grande casi
ha desaparecido, pero lo pequeño sigue ahí, objetos que, en su gran mayoría, se
han encontrado en las tumbas. Las ruinas exponen la historia de los años; estos
objetos, la de los días, la de los minutos, la de ese instante en el que se
coge, por ejemplo, esa aguja para recogerse el pelo.
O esa muñeca de marfil, o ese
objeto de bronce para el aseo del oído, o ese dado, o ese aplique de bronce
para los muebles, o esa cuchara de hueso, o esas pinzas para depilar, o ese
removedor de perfume, o ese vasito para uso cosmético, o esa tapa de cajita de
hueso con grafito Successi, o esos pendientes de plata, o esas fíbulas para el vestido,
o ese camafeo con dos gallos enfrentados.
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