El coche escoba :
Es la hora del aperitivo. La camarera anota el pedido de los demás en una
libreta grande con una escritura lenta, como si en vez de poner un palo por
cada coca-cola que le piden, escribiera la palabra una y otra vez, cumpliendo
un castigo de colegio. De hecho, tiene el gesto de estar castigada. Mientras
pienso qué me apetece, me fijo en un perro callejero que muerde los huesos de
las alitas de pollo que la gente arroja al suelo. En San Marcos tiras la comida para
pájaros que venden en los puestos para hacerles una foto a las palomas que se
acercan, pero San Marcos queda muy lejos. Aquí nadie repara en el perro, aunque
la foto sería mucho mejor
Estamos sentados alrededor de una
mesa, añadiendo sillas conforme llega la gente en lo que parece una cadena
alrededor de un plato pequeño. La imagen me resulta evidente cuando alguien
comenta que se levanta muy pronto para recorrer en bicicleta el camino entre
dos pueblos y desayunar una botella de agua en un bar. Lo del sudor y el agua
tiene algo de rito de purificación, pero no lo digo.
Dicen que se viene al pueblo a
descansar, pero llegamos como piedras incandescentes que sólo consiguen
enfriarse un poco por fuera mientras el centro continúa ardiendo, pidiendo que,
como el corazón de una máquina, le arrojemos combustible : se bebe mucho y se
come mucho y se sale mucho y se lee mucho, pero eso no basta. Ahora todos se
han aficionado a la bicicleta porque la
máquina también acepta los kilómetros que le des. Cuanto más kilómetros
empapados en sudor con el paisaje avanzando cada vez más deprisa, mejor.
Los vasos y las botellas que trae
la camarera se mezclan con los que ya están vacíos. Parece ese juego de repisas
móviles en el que se acumulaban monedas. El perro golpea con el hocico unos
huesos de aceituna y se marcha. Como la acera es estrecha, las madres salen de
la conversación cuando se acerca un coche y le gritan algo a sus hijos antes
de regresar a la charla. Los coches avanzan despacio, como si llevaran a una
novia detrás.
Quieren convencerme de que yo
también me compre una bicicleta. Ahora que estás en forma, dicen. Las pesadas
bicicletas del garaje, sin marchas, no sirven; tienen que ser ligeras y con
unas ruedas de dibujos bien marcados como dientes encajados para comerse
kilómetros y kilómetros. En pueblo te las venden envueltas en plásticos, como prueba de virginidad, y si quieres, te añaden el
casco con una led para que puedas salir a hacer rutas de noche.
El problema es que me he
acostumbrado al sudor industrial del gimnasio, al ritmo de las series y al
hecho de poder dejarlo en cualquier momento porque no me muevo del sitio. No me
da pereza el esfuerzo, sino la distancia.
Además, si fuera en bicicleta, me
pararía cada pocos metros para hacer una fotografía : me daría igual ir en bici
que andando. Es difícil trabajar con el paisaje, pero no importa. En mi caso,
la máquina aprecia la cantidad y, lo que es mejor, la calidad. Con una buena
foto obtienes la sensación de haber llegado a un sitio y de poder echarte a
dormir a la sombra, como un gato, mientras por las carreteras del fondo pasan
más y más ciclistas.
Nadie mira la hora. Cuando empieza
a llegar el olor a comida de las casas, la gente se levanta al reconocer el
suyo. Sacan unas monedas del bolsillo y se las entregan a la chica, que tacha
con fuerza algo de su libreta : lo que hemos bebido; nosotros; su trabajo.
De vuelta a casa, siguiendo nuestro
rastro, le pido a María que pare el coche. Tras la cosecha, el campo se ha
convertido en un mar de estáticas olas marrones. Voy caminando despacio,
buscando el mejor encuadre. María, paciente, avanza a mi paso, en silencio.
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