Bonheur : Pasamos
la tarde buscando lámparas para los cuartos de los mellizos, que este curso van
a tener sus habitaciones propias. Los cables que ahora cuelgan del techo no son
bonitos y no dan luz : la electricidad pide una bombilla como el agua su jarra.
Tanto la electricidad como el agua parecen incómodas en el cable o la cañería.
Maison du monde. Pórtico. Admeluz.
Yo no sé qué lámpara me gusta
porque no la tengo en la cabeza. Todas llevan colgado su precio y mi “no”.
María se desespera. María me dice que eso no puede ser. María se confiesa : esto
es agotador. María no sabe, en fin, que hay teólogos que han definido este
camino como apropiado para llegar a Dios : describir dónde no está hasta
arrinconarlo. Si así se puede descubrir a Dios, cómo no va a ser también
apropiado para dar con una lámpara. También la arrinconaremos. Que luego esté
Dios o no en esa lámpara es lo de menos. Tendremos lámpara y luz y los mellizos
podrán estudiar cuando anochezca en vez de utilizar un candil, como antes.
Es una cuestión de paciencia, pero
tengo la paciencia muy larga y la de María es muy corta. Y en esa distancia,
como en un solar abandonado, crecen rastrojos y maleza y la gente tira los
sofás de su casa en los que se ven los muelles saliendo. En un solar así no
está Dios ni el amor. Mal sitio es ese para vivir, eso tengo que admitirlo.
Lo de que no tengo una lámpara en
la cabeza es mentira. Está una que aparece en un cuento de Fred Vargas. La
coloca un vagabundo junto al banco en el que se sienta para observar y ser
observado desde la comisaría de Adamsberg. Me imagino una lámpara alta, de pie
firme, que se curva sobre sí misma como un anciano vencido, para dar una luz
administrativa, de esa que te anima a cuadrar balances o a escribir serie negra
sueca. No es una lámpara bonita y, menos, la apropiada para un cuarto infantil,
junto a una mesa en la que el año que viene se va a aprender a dividir. La
división merece otro tipo de recibimiento, que es un heraldo importante de las
matemáticas al que hay que tomar en serio.
-¿Entonces?
-Un heraldo.
-¿Un qué?
Soy un mal compañero de compras.
Tan malo que no me fío de mí mismo para ir solo. María me mira como si fuera
una tarjeta de la que se le hubiera olvidado el pin : con potencial, pero
inútil. Yo lo entiendo. Me alegro de que no me pregunte qué me llevaría de esta
tienda porque le respondería que esos maniquíes femeninos sin cabeza que tienen
la palabra “Bonheur” escrita en el pecho. Algo que aparentemente no sirve para
nada pero que resulta sugerente. No una, las tres. Las pondría en el salón para
pensar qué hacer con ellas. Tal vez nada. Tal vez sean útiles como esas
esculturas de diosas sin cabeza y sin alas que, quizás por eso, conservan su
fuerza. Esa utilidad potencial, que deja el ser del objeto abierto, me tienta
frente a tanto objeto bonito pero definitivamente inútil. Me meto en un extraño
lodazal : ¿puede un objeto que no sirva para nada ser útil? A mi me bastaría con
encontrarme con ese “Bonheur” por triplicado por las mañanas, antes de poner la
casa en marcha con el sonido del exprimidor.
María y yo seguimos en el solar del
sofá. Recapitulo. Es posible que mi táctica de aproximación a Dios no me
acerque ni siquiera a una lámpara. No es justo que la electricidad no encuentre
su jarra. No es justo que los niños no puedan estudiar cuando se ponga el sol.
No es justo que María comparta mis dudas sobre lo útil y lo que sirve. Le
propongo como solución que elija ella las lámparas. ¿De verdad? De verdad. ¿De
verdad? De verdad. ¡Vale!
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