martes, 21 de agosto de 2012

Bonheur




Bonheur : Pasamos la tarde buscando lámparas para los cuartos de los mellizos, que este curso van a tener sus habitaciones propias. Los cables que ahora cuelgan del techo no son bonitos y no dan luz : la electricidad pide una bombilla como el agua su jarra. Tanto la electricidad como el agua parecen incómodas en el cable o la cañería.

Maison du monde. Pórtico. Admeluz.

Yo no sé qué lámpara me gusta porque no la tengo en la cabeza. Todas llevan colgado su precio y mi “no”. María se desespera. María me dice que eso no puede ser. María se confiesa : esto es agotador. María no sabe, en fin, que hay teólogos que han definido este camino como apropiado para llegar a Dios : describir dónde no está hasta arrinconarlo. Si así se puede descubrir a Dios, cómo no va a ser también apropiado para dar con una lámpara. También la arrinconaremos. Que luego esté Dios o no en esa lámpara es lo de menos. Tendremos lámpara y luz y los mellizos podrán estudiar cuando anochezca en vez de utilizar un candil, como antes.

Es una cuestión de paciencia, pero tengo la paciencia muy larga y la de María es muy corta. Y en esa distancia, como en un solar abandonado, crecen rastrojos y maleza y la gente tira los sofás de su casa en los que se ven los muelles saliendo. En un solar así no está Dios ni el amor. Mal sitio es ese para vivir, eso tengo que admitirlo.

Lo de que no tengo una lámpara en la cabeza es mentira. Está una que aparece en un cuento de Fred Vargas. La coloca un vagabundo junto al banco en el que se sienta para observar y ser observado desde la comisaría de Adamsberg. Me imagino una lámpara alta, de pie firme, que se curva sobre sí misma como un anciano vencido, para dar una luz administrativa, de esa que te anima a cuadrar balances o a escribir serie negra sueca. No es una lámpara bonita y, menos, la apropiada para un cuarto infantil, junto a una mesa en la que el año que viene se va a aprender a dividir. La división merece otro tipo de recibimiento, que es un heraldo importante de las matemáticas al que hay que tomar en serio.

-¿Entonces?
-Un heraldo.
-¿Un qué?

Soy un mal compañero de compras. Tan malo que no me fío de mí mismo para ir solo. María me mira como si fuera una tarjeta de la que se le hubiera olvidado el pin : con potencial, pero inútil. Yo lo entiendo. Me alegro de que no me pregunte qué me llevaría de esta tienda porque le respondería que esos maniquíes femeninos sin cabeza que tienen la palabra “Bonheur” escrita en el pecho. Algo que aparentemente no sirve para nada pero que resulta sugerente. No una, las tres. Las pondría en el salón para pensar qué hacer con ellas. Tal vez nada. Tal vez sean útiles como esas esculturas de diosas sin cabeza y sin alas que, quizás por eso, conservan su fuerza. Esa utilidad potencial, que deja el ser del objeto abierto, me tienta frente a tanto objeto bonito pero definitivamente inútil. Me meto en un extraño lodazal : ¿puede un objeto que no sirva para nada ser útil? A mi me bastaría con encontrarme con ese “Bonheur” por triplicado por las mañanas, antes de poner la casa en marcha con el sonido del exprimidor.

María y yo seguimos en el solar del sofá. Recapitulo. Es posible que mi táctica de aproximación a Dios no me acerque ni siquiera a una lámpara. No es justo que la electricidad no encuentre su jarra. No es justo que los niños no puedan estudiar cuando se ponga el sol. No es justo que María comparta mis dudas sobre lo útil y lo que sirve. Le propongo como solución que elija ella las lámparas. ¿De verdad? De verdad. ¿De verdad? De verdad. ¡Vale!

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