Ocho : Lo bueno
de que los mellizos cumplan años el diez de agosto es que cada año podemos
repartir la celebración en sitios diferentes. A la memoria le gusta mucho esto.
Este año dejamos un recuerdo en la habitación C31A del hotel, en su terraza, en
los dos pasteles de limón con el ocho encima, en los globos que cubren la cama,
en el trayecto hacia Tarifa y en una mesa del restaurante Misiana. La memoria
agradece que se lo pongamos tan fácil y no le costará nada, dentro de algunos
años, cuando pasemos delante del restaurante decir :
Claro que me acuerdo. Ocho años.
Íbamos sin ninguna recomendación y acabamos en este restaurante porque los
platos que anunciaban en la entrada eran originales y, sobre todo, porque las
mesas, de madera, tenían unas finas copas de vino con el reflejo del sol en la
base. Las camareras, jóvenes, vestían de negro. Y nos quedamos con la mesa que
a Lucía le gustó a pesar de que los demás queríamos otra. Al lado teníamos una
pareja que consultaba datos en un portátil. Éramos los únicos en esa zona tan
luminosa, con las ventanas abiertas y un techo, alto y con vigas, del que caían
unas lámparas redondas como astros de cristal. La carta de vinos era amplia y
elegimos un Peique 2011, del Bierzo, servido a la temperatura justa y con el
gesto del que está regando una planta delicada : perfecto para la parte del
cumpleaños que toca celebrar aquí. Paso al presente porque lo estoy viendo. La
carta estimula la imaginación y no cuesta nada elegir porque todos los platos
parecen esconder un premio detrás. Lucía, que se ha puesto unas gafas de sol,
se come con una lentitud aristocrática un croquetón y después otro. Daniel salta
de su wrap de secreto al dim sum y a la hamburguesa con la naturalidad del que
mueve la ficha de damas en la jugada que le permite ganar la partida del
instante. El placer de ver a tus hijos comer con ganas. En un plato un tartar
de atún y en otro el tataky en el que justo pensábamos ante otras versiones
decepcionantes. Lo pasamos bien y el vino se adapta a nuestro ritmo con el
extraño milagro de llenar las copas y descender poco a poco. Cosas de los
cumpleaños. Mojamos, compartimos, probamos, dividimos. Hemos acertado con el
local. La pareja del ordenador se marcha y al lado se sienta una familia
italiana con dos hijos. La madre, viendo cómo disfrutamos, me pide, enseñándome
la carta, que le diga los nombres de los platos. Esas frases en italiano me
traen imágenes rápidas del viaje a Florencia que hicimos poco tiempo antes de
que los enanos nacieran. Podría decirse que su primer viaje. Incluyo a esta
familia italiana en el recuerdo. Terminada la primera ronda, pedimos la carta
de nuevo para la segunda, una por cada mellizo. Daniel dice que quiere repetir
de todo. Lucía nos mira a través de las gafas de sol que se ha puesto de nuevo.
Pedimos unos chopitos y un crunch de berenjena. Y terminamos la comida con una
tarta de queso. En un momento de la comida, hace ocho años, nacieron los dos.
Después de la comida seguimos dejando
recuerdos. En la proa del barco en el que vamos a ver delfines. En un helado.
En dos croasanes. En un hombre extremadamente delgado y con barba que, con solo
el pantalón, camina por la calle. En un pincho de tortilla compartido en la
Plaza Oviedo, viendo a un grupo de mujeres tricotar en silencio en dos bancos.
En las dos pulseras que le compro a Lucía en un puesto de la playa.
Hay algo más. Mientras María les
compra a los enanos pastillas para que no se mareen en el barco, me encuentro
con una señal de únicas direcciones permitidas : izquierda y derecha. Acabo de
comer y me encuentro sumergido en un optimismo elemental y básico. Sé el nombre
que tiene cada flecha y, lo mejor, es que, aunque por lógica parezca
imposible, también sé que durante mucho tiempo conservaremos la fuerza para seguir ambos
caminos a la vez.
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