De Sicilia, al
cielo : “Sapori di Sicilia” es un restaurante italiano situado en la calle
Francisco Ricci, pintor del Barroco e hijo de un artista italiano que llegó a
España. Nadie se fija en estas cosas, pero la calle ya sugiere términos como
emigración, viaje, cultura, intercambio y, claro, italiano. Llegamos tan pronto
que podemos elegir cualquier mesa, excepto la de la cocina en la que trabajan.
El camarero nos sugiere una que para él es la mejor y que no desvelaré aquí.
El camarero es doblemente italiano,
y eso me gusta. Por mucho que haya gente en, pongamos, El Burgo de Osma, que
haga buenas pizzas, lo italiano, por sí mismo, tiene que ser un ingrediente más
de una comida. No es una observación científica, más bien sentimental, pero si
empezamos a separar las cocinas de sus raíces acabaremos con la civilización,
seguro, viviendo en cuevas y gruñendo para comunicarnos : no me cabe duda.
Italiano, decía, por su acento e italiano, de nuevo, por la forma en la que nos
anuncia que va a bajar la luz para que el entorno sea más romántico.
Mentalmente anoto la obligación de recordar en el RAE qué quería decir
romántico.
El local está decorado con ciertas
premisas estéticas que Francisco Ricci seguramente no aprobaría. Yo tampoco lo
hago porque creo que rebaja las expectativas de la comida. Pizza cuatro quesos
y espaguetis boloñesa. Eso pienso poco tiempo porque tan pronto abro la carta
de vinos y veo una selección amplia de marcas italianas, lo que Ricci piense de
la decoración me da igual. Este sitio va en serio. Y cuando paso a leer los
platos, mi alianza estética con Ricci vuela por los aires : qué más da la
decoración.
Todo lo que leo me apetece porque
tengo la impresión de encontrarme frente al texto original del que muchos
falsos restaurantes italianos hacen una mala traducción. No nos engañemos : en
el fondo buscamos cierto tipo de viaje con la comida extranjera que muchas veces
nos deja en el mismo sitio. Es el famoso “efecto noria” gastronómico que nadie
conoce porque acabo de bautizarlo ahora mismo. Aquí, a través del menú, me
asomo a un paisaje siciliano, como hacía Leolo desde la ventana de su piso en
Montreal.
Lo quiero todo, decía, y el
camarero no ayuda a mejorar las cosas con las sugerencias que, anunciadas con
ese fino acento italiano y una pasión reconfortante, brillan como un perfume
navideño en las manos de una modelo. Voy a comerme Sicilia entera. Y si se
presenta la modelo, también.
Finalmente, por cuestiones físicas,
elegimos una Burrata tartufata, un plato de pasta con bogavante y otro con
distintos quesos. La burrata, con un fino chorro de aceite, me recuerda que yo
debería haber nacido en Italia. El plato de pasta con bogavante resulta ser de
bogavante con pasta. El de la pasta fresca con tomate y queso podría lograr que
perdonara a Materazzi por su cabezazo a ZIdane. El vino va uniendo platos y
conversación.
Poco a poco nos vamos acercando a
Sicilia. Es evidente. Basta con seguir las indicaciones de los largos trozos de
pasta para evitar al minotauro creado por la crisis, por el IVA que subirá
pronto, por el final de las vacaciones y, sobre todo, por el adiós a un mes en
el que es fácil aparcar en Madrid, y salir del laberinto y acercarse a la costa
de Taormina, con ese teatro con el que soñaba Leolo. Cuando ya nos sabe cerca
de su tierra, el cocinero sale a preguntar cómo va todo y a darnos la
bienvenida. Todo va muy bien le decimos. ¡Bien!, dice él, un hombre al que, es
evidente, le sobran las exclamaciones. ¡Habéis tenido suerte!. ¡Mucha suerte!. ¡Hoy
todo era fresco!. ¡Y eso se nota en los platos!. ¡Los hago con pasión!. ¡Cocino
con pasión!
¡Vaya recibimiento!. Se está bien
en Sicilia. De la cocina (el restaurante es pequeño) llegan risas y
conversaciones en italiano. En el móvil suenan los mensajes de bienvenida de
las operadoras italianas. El aire es húmedo, pero no importa, porque anuncia
que el mar está cerca. Podríamos coger un coche en Palermo y recorrer la isla.
Visitar Agrigento, recorrer las playas, tomar atún.
Hacemos ese tipo de plan fantástico
que tiene como combustible una buena comida aunque sabemos que no tenemos todo
el tiempo. Nuestro paseo por la isla es corto pero aprovechado. Intentamos
estirarlo un poco pidiendo un postre y bebiendo a cortos sorbos el limoncello,
suave, tan distinto del que normalmente tomamos, pero hay que regresar. Poco a
poco voy abandonando la fase de la felicidad y, cuando nos traen la cuenta,
entro de la de la envidia por todos aquellos que siguen comiendo y, sobre todo,
por la pareja que entra ahora para cenar. Afortunados cabrones.
El precio está por encima de la
decoración del local y por debajo del nivel de la comida. Una vez pagado, el
recibo se convierte en el documento que entregas en la aduana al regresar. Se
acaba el viaje, se termina la velada. Afuera, ya, un Madrid al que le queda un
rayo de Agosto.
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