Dos horas de las que solo quedan los huesos
: Sol en la calle, gente de domingo, terrazas llenas. La primavera reina.
Entramos en el Sushiclub a comer. Nos hacen esperar un poco para darnos una de
las mesas que está junto a la entrada. Una buena mesa, con luz, desde la que
ver la calle y los carteles que anuncian los conciertos de Iron Maiden, Selena Gómez,
Loquillo y Sidecars. María elige la comida. Yo, el vino : como son muy caros
(mucho), escojo uno de los más baratos : Susana (sempre)… uno de Mallorca por
21 euros que está muy rico (a lo mejor no está tan bueno, pero la etiqueta me
gusta tanto que no me permito ponerle peros. Además, nos lo acabamos). Pedimos
sin miedo porque a los mellizos les gusta la comida oriental y porque Daniel está
de mal humor (cuando se le vacía el estómago, se acaban las sonrisas) y eso no
puede ser. California roll, surtido de sashimi, gyosas, tataki de buey, wok de
noodles y wok al curry. La camarera que nos atiende no tiene que esforzarse por
ser simpática porque ya lo es : lo trae de serie y se le nota. Menuda, mulata,
de ojos brillantes. Nos trae de aperitivo cuatro chupitos de sopa de mijo. Daniel
coge uno sin pensárselo y lo remueve con uno de los palillos que le han puesto
(no tiene problemas en usar los suyos, pero a los demás nos pide los nuestros
para casa, no sé si para manualidades, para comer espaguetis o para sus
tiestos). Lo prueba y le gusta. Lucía no lo prueba y no le gusta. Más que
mellizos, a veces creo que hemos tenido contrarios. María se bebe el suyo; yo
el mío y Daniel, claro, el suyo y el de Lucía, sin pensárselo aunque no seamos
capaces de explicarle qué es el mijo. De fondo, también como aperitivo,
versiones suaves y elegantes que nos recuerdan a Ibiza. “Summer son”, de No
Horizons; “Dont´s speak”, de Ultra Lounge, por ejemplo. La camarera les sirve
la soja a los mellizos porque teme que la vuelquen al vencerse la tapa. Uno,
otro, y luego nosotros. Ese gesto es el que separa el aperitivo de la comida,
la señal para que los platos empiecen a llegar. Y ahí está el california roll,
y el sashimi (que Lucía come sin preguntar y que Daniel ni prueba), y el wok
que apenas prueban, y el arroz con el curry y la carne (que no pruebo) y las
gyosas. Como suele suceder cuando la comida les gusta a los mellizos, María y
yo nos comemos solo lo que nos toca y, básicamente, lo que no les apetece.
Mejor esto, sin duda, que insistir en que coman y ver que los platos se marchan
como vienen. Ese no es el problema de hoy. De hecho, del plato de buey solo
tengo dos imágenes : la de la camarera limpiando con un paño la salsa que se le
ha caído y la del fondo del propio plato. Agradezco que todavía no puedan beber
vino para no tener que compartirlo con ellos y poder dedicarme a disfrutarlo.
Sigue la música de Ibiza. Este es un local para parejas, está claro, pero los
mellizos no desentonan porque andan muy entretenidos comiendo y pidiendo otro
plato más de California rolls que acaban trayendo. Ellos a los rolls y nosotros
al vino, a la última copa, al último trago. No tenemos muy claro si hemos
cumplido con el mínimo de platos que la reserva por El Tenedor exige, por lo
que para asegurarnos y para alargar un poco la comida (que no el vino), pedimos
dos postres. Un coulant para Daniel y una tarta de queso para los demás. La
camarera, que levanta los pulgares cada vez que le respondemos que estamos
comiendo muy bien, vuelve a hacerlo al decirle que no nos importa esperar : un
coulant por el que no se espera, no es un coulant, es otra cosa, y eso es algo
que queremos que Daniel, incipiente aficionado, debe saber. Podría dar sorbos
cada vez más pequeños para no pasar sed hasta el postre, pero eso es algo que
no debe hacerse con un vino como éste : que se acabe cuando se tenga que
acabar. Y se acaba, en fin. Triste porque ya anticipa el final de una comida,
pero hoy podemos retrasarlo. Sigue la música de Ibiza, y las parejas en las
mesas. Traen los postres a la vez y los comemos a diferente ritmo. Daniel se
lanza a por el suyo como un tigre con una cuchara a por una cebra. María y yo
nos dedicamos al nuestro comiéndolo lentamente, como si cada cucharada fuera la
primera. Así de despacio y de elegantes, para compensar las formas de Daniel,
para el que el mundo exterior ha desaparecido. Estilo vikingo vs. estilo BBC. Veo
pasar a Juan Manuel de Prada, con traje, inmenso : varios cuerpos en uno. Los
cafés están buenos. Defendemos cierto perímetro de tranquilidad alrededor de
ellos ahora que Daniel, que ha terminado su postre, y Lucía, que lleva tiempo
esperando, quieren que nos vayamos. La
comida termina para ellos con el café, no para nosotros. Ellos quieren que nos
lo tomemos deprisa. Nosotros nos demoramos. Como todas las comidas, en fin, no
es una novedad. Al final no nos queda más que pedir la cuenta como el que
admite la rendición. 100 euros, incluido el descuento. Si quitamos el vino, nos
quedan veinte euros por cabeza. ¡Dos menús!. Vistas así las cosas, la comida es
un regalo. La camarera mulata se despide. El encargado en la puerta me pregunta
lo mismo dos, tres veces, pero como yo lo entiendo de una manera distinta en cada repetición, al final le respondo lo que, supongo, quiere oír : que sí, que hemos comido
muy bien. Lo que es verdad.
Una
gran frase de Daniel que a lo mejor anda por algún tema de Loquillo : "Estoy lleno , pero quiero más"
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