La melancolía del guardia de prisiones
: Hoy es una de esas noches en las que estamos tan cansados que ya ni nos lo
decimos. Vigilamos la cena con la misma distancia con la que un guardia a punto
de jubilarse se enfrentaría a una fuga : abriendo las puertas y pidiendo que no
hagan mucho ruido. Miramos impasibles el reloj, los bocados pequeños a las
empanadillas, la postura de moda en la mesa (el codo derecho apoyado encima y
el brazo izquierdo oculto por debajo) y no decimos nada ante los diálogos de
los personajes de Austin & Ally, admitiendo que a uno se lo pueda llamar
personaje y a lo otro diálogo. Nada. Suena la sirena y nosotros miramos con
cierta melancolía e incipiente síndrome del nido vacío cómo los reclusos saltan
por la tapia.
A veces el silencio es expresivo.
No sé en qué imagen de Facebook lo leí, pero es cierto. Los mellizos andan algo
desconcertados : es preferible encontrarte La Costa da Morte donde te la
esperabas a descubrir que no hay nada y que estás perdido. Quizás por eso sus
mordiscos sean tan pequeños, haciendo que nuestro silencio adquiera más cuerpo,
lo que provoque que sus mordiscos sean todavía más pequeños y que nuestro
silencio : en ese plan. Esta es la cena y así es nuestro cansancio, que hay que
ser un poco gilipollas para pensar que una almohada de plumas nos lo va a
quitar de encima cuando lo lógico sería apoyar la cabeza en un cojín de
estropajo para frotarlo mientras dormimos.
Las empanadillas se acumulan en el
plato. Ya están frías cuando damos por terminada la cena y les decimos que
pueden marcharse al salón a ver lo que quieran. Vernos así debe provocar el
mismo desconcierto que encontrarse a Mike Tyson comprando una entrada para una
película de Coixet. Todo puede ser. Volcamos las sobras en un plato grande,
juntamos los cubiertos, me apuro los vasos con el zumo de naranja. Con la misma
rapidez y entusiasmo del que prepara la maleta de regreso de vacaciones.
Entonces Daniel se propone
ayudarnos. Se pone un delantal que ha usado un par de veces para cocinar y se
acerca al fregadero a echarnos una mano. Agradecemos de corazón su gesto. Le
decimos que se vaya al salón porque hoy solo nos quedan energías para abrir el
lavavajillas e ir arrojando los platos sucios con la rapidez del que echa
troncos al tren para que no le alcancen los indios. Pero Daniel no cede : la
bondad es meticulosa. Coge un vaso sucio y nos pregunta qué hacer. Le explico
los pasos rápidamente y él los va repitiendo muy despacio. Su dedicación es
admirable y agotadora. Cinco minutos para un vaso que deja más que limpio :
invisible. Pero uno le parece poco. Se imagina que los adultos hacemos las
cosas así de bien y él ahora quiere ser uno de nosotros. Me siento diez años
más viejo de golpe, pero no hay nada que hacer. El fregadero está lleno. Coloca
cada pieza que limpia en el lavavajillas con una seriedad que haría llorar al
Anthony Hopkins de “Lo que queda del día”. Mis lágrimas son de desesperación y,
muy, muy a lo lejos, ahí donde no llega el cansancio, de orgullo. Admitido todo
esto, a partir de ahora utilizaremos platos de papel en algunas cenas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario