El corazón del balance : Voy a recoger
unos trípticos y unas tarjetas en una pequeña imprenta familiar en un polígono
industrial. El sitio, pequeño pero luminoso, tiene una inmensa máquina con
grandes ruedas, de las que necesitan del músculo para ponerse en movimiento y
de la gota de aceite en su sitio preciso, como un toque de perfume, para
hacerlo con perfección.
El dueño se aleja de la máquina, me
da la mano y me trae la caja con los trípticos. Me dice que me ha puesto
algunos más. Encima del montón está la factura, que saca de su sobre para
explicarme los conceptos. Veo sus manos sucias sosteniendo la hoja y tengo la
impresión de que solo deberían ser válidas las facturas que tengan detrás un
par de manos así. No es un importe alto, pero me pide que le haga el traspaso
cuanto antes.
-Por el tema de los impuestos – me
dice – Este año ha habido otro cliente que nos ha dejado tirados.
Se nota que no le gusta tener que
pedir así las cosas. No hace falta que me explique mucho más: las cajas de otro
pedido que les habían dejado sin pagar la última vez que vine siguen junto a la
puerta, como si una cosa fuera hacer una anulación en contabilidad y otra
destruir ese trabajo, eliminando cualquier posibilidad de que las cosas
cambien, de que los Reyes Magos se presenten para llevarse algo en vez de
dejarlo.
Pienso en esa máquina por la noche,
mientras preparo la cena. Un balance con una mole como ésa debería ser inmune a
cualquier ataque, pero parece que no hay nada que el huracán financiero no
pueda llevarse por los aires.
Mientras preparo la cena, el único
momento en el que puedes decir que tienes la sartén por el mango.
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