miércoles, 18 de noviembre de 2015

Los Reservas de Protos: Ni rastro de tópicos




Los Reservas de Protos: Ni rastro de tópicos : Parece que llega un momento en el que los proyectos tienen que disculparse por todo lo que han crecido. Todo el mundo siente atracción por la pequeña tortuga en su casa de plástico, por el ático sin ascensor en el que había que elegir entre abrir la cama o colocar la mesa para cenar, o por esa maqueta que va de mano en mano de un grupo del que no se ha oído hablar. Pero si las cosas van bien y la tortuga crece hasta comerse un paquete de jamón al día, el ático se convierte en chalet y el grupo llena estadios, miramos a otro lado, como si se hubiera perdido lo genuino. Debe estar en nuestros genes.

El mundo del vino no es una excepción. Sigue predominando el enfoque romántico del enólogo soñador que se retira a una parcela para, ahí donde unos buscarían lagartijas debajo de las piedras ellos, imaginarse sus futuras viñas madurando una uva tratada con cuidado.


-El problema – me dice Carlos Villar, Director General de Bodegas Protoses que muchas de esas bodegas tienen muy complicado subsistir económicamente. Y no digo que su vino sea malo, al contrario, que muchas veces lo recomiendo cuando me preguntan por algo nuevo.

La explicación la comparte con los que estamos sentados con él en una mesa de un sótano del restaurante MetroBistro de Madrid para una cata de sus reservas. Toda esa afinidad que generan las pequeñas bodegas parece desaparecer con las grandes conforme crecen, como si fuera un precio a pagar y el verdadero talento se mantuviera siempre en la cantera para ser  sustituido por otra cosa cuando el campo, en vez de ser de tierra, pasa a ser de césped regado todos los días.


Y si difícil es defender la imagen de una gran bodega, más aún es hacerlo utilizando como argumentos sus reservas. El esfuerzo me parece tan grande, sobre todo con aficionados que, como yo, solemos evitar los reservas, que  tengo que reconocer que logra atraer mi interés.

A Carlos Villar, lo acompañan Fernando Villalba, Director de Comunicación, y Marilena Bonilla, su nueva enóloga. Sorprende ver reunido a un equipo así, sin suplentes, en una cata que se celebra en una pequeña sala a la que se llega tras bajar varias escaleras en un ejercicio que tiene algo de clandestina reunión de resistencia.


Pero el escenario, como en las buenas novelas, forma aquí parte del significado. Es un descenso que busca acercarse a las raíces de los conceptos, a las bases de los vinos, dejando arriba, en la superficie, todos esos prejuicios, que son muchos, sobre lo que significa acercarse a los reservas.

La que actúa como guía de la cata es su enóloga. Y los vinos que va a utilizar para tratar de vencer nuestras ideas preconcebidas son un Reserva 2011, un Gran Reserva 2006, un Selección 2001 y un Grajo Viejo 2012. La explicación de Marilena sobre los vinos consigue que, conforme habla, el espíritu inicial de la veterana y gran bodega vaya mostrando otra cara complementaria que sigue viva dentro de ella: la de la pequeña que se enfrenta a cada reto con nuevas ideas.


Y es que el primer y fundamental cambio que se produce afecta a la percepción de lo que es producir un reserva. Parece que la inquietud y la ilusión estuvieran asociados únicamente a proyectos de crianza, destinados a llegar pronto al público y que el tratamiento de un reserva, al que se le asocia el largo trámite del tiempo, necesitara de enfoques clásicos, perennes e inmutables como principios de derecho romano.

La realidad, por lo que la enóloga demuestra, no es así. Cada uno de sus proyectos tiene una intención, un deseo de innovar, la ambición de mejorar cada vez más y más. Solo hay que escucharla hablar de la tierra, de las uvas, de la madera, de los procesos, de las cepas, de las vendimias, de las parcelas, de las añadas o de las barricas.  El empuje es el mismo que en cualquier otro trabajo, solo que su objetivo es otro. No es la escritora que trata de llegar al público con una columna ingeniosa en el periódico, sino la que pretende dejar una página que perdure en una novela.


Tal vez parezca un descubrimiento menor, pero en mi caso adquiere la evidencia de esas revelaciones que logran su fuerza por integrarse en lo cotidiano. Eso elimina ya cualquier barrera que pudiera tener acerca de los vinos presentados y logra que me acerque a ellos con uno de los elementos fundamentales de cualquier catador: la curiosidad.

La experiencia de la cata sostiene el discurso de la enóloga. Los diferentes vinos que vamos probando, algunos de añadas muy antiguas, rompen también con el tópico del entrar en un reserva como el que accede a una biblioteca repleta de tomos encuadernados en piel. Los vinos están vivos y tienen mucho que decir. La diferencia es que necesitan más tiempo para expresarse.


Además, contra lo que pudiera parecer en la aproximación a un reserva, estos vinos no permanecen quietos, esperando que sea uno el que se acerque. Ellos también se aproximan mostrándose rápidamente en unos colores, unos olores y un paladar que rompen la idea preestablecida de ellos. Es evidente que el tiempo también puede jugar a tu favor.

La cata termina con una gran cena servida ahí mismo tras escuchar unos grandes temas de Miguel Dantart, algunos como “El viaje de la uva” o “Cosas bonitas”, dedicados al vino. Al final queda la sensación de que, en las grandes bodegas, los proyectos más innovadores pueden estar en sus reservas. No era lo que yo pensaba al principio: cuando subo las escaleras para salir, dejo el prejuicio abajo. El que sale a la calle no es el mismo que el que entró. Y eso siempre está bien.


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