sábado, 7 de noviembre de 2015

Valtravieso: la vida de la uva en una mañana



Valtravieso: la vida de la uva en una mañana: Si el vino es un organismo vivo, para conocerlo bien es imprescindible pasearse por su infancia, que es donde realmente se reparten las cartas de lo que será de adulto, como bien sugirió Freud. En la mayoría de las visitas, las bodegas se saltan ese paso y se lleva al visitante a esa juventud que el vino vive en los depósitos, como si ahí empezara todo. Pero no.

En Bodegas Valtravieso respetan el orden narrativo y la visita que realizamos un grupo de blogueros, guiados por Pablo González, consejero delegado, y Ricardo Velasco, el enólogo, comienza por la viña, para que veamos cómo se cría la uva y empecemos a sacar conclusiones, porque adaptando una frase de Ortega y Gasset, que debiera haber sido la original, “el vino es el vino y sus circunstancias”. Y las de Valtravieso son éstas: un terreno muy elevado, un horizonte plano en el que cada viña es su montaña y un viento continuo que seca hasta las sombras, por lo que aquí no hay humedad en la que se desarrollen enfermedades.


Con ese trío en la mano, la bodega apuesta por la tempranillo, la merlot y la cabernet sauvignon. Manda, por cuestión de denominación de origen, la primera, pero las otras, cultivadas en menor cantidad, van adquiriendo protagonismo en los vinos que están pensados para durar más tiempo. Como esas voces famosas que hacen un dueto en un disco para darle más peso.

La bodega quiere mantenerse en una producción de 500.000 litros que le permita tener control sobre toda la calidad del proceso. Por eso no se prioriza la cantidad en la forma de disponer y tratar las viñas. Ricardo Velasco, el enólogo, tiene así margen de maniobra para empezar a diseñar el tipo de vino que tiene en la cabeza paseando por el terreno como el entrenador de la cantera que sabe que hay hueco en el primer equipo. Así, si hay que volver al método francés de cultivar la merlot, se vuelve sin problemas. Todo, siempre, con la propia fe que el enólogo tiene en el vino:

-Lo bueno en el vino, como en las personas, sale solo.


La tierra, pues, y las rocas, y el polvo. Ahí estamos todos, experimentando una consistencia que solo pueden ofrecer estos elementos. Frente a la teoría de que todo es líquido, la evidencia de las piedras, la madera de las viña y las raíces que se hunden. Porque aquí también empieza el amor al vino, por el paisaje en el que uno se enfrenta a lo básico y que bien pudiera presentarse con un “en el principio era esto”.

Con el pasado bien fijado, Ricardo Velasco, que tiene pinta de jugar en un equipo de baloncesto o de tocar el bajo haciendo versiones de Pearl Jam,  y que hoy, en nuestro honor, se ha puesto una camisa de consultor con máster, nos lleva después a la sala de los depósitos. Si en la infancia estaba todo a la vista, ahora, en lo que vamos a seguir llamando la juventud del vino, todo ocurre detrás del metal en un ambiente en el que se combina la precisión de un laboratorio con la limpieza de un quirófano. Es el momento en el que el enólogo explica cómo se desarrolla el proceso sirviéndose de un lenguaje en el que se impone la química. El puente que Ricardo levanta con la pasión de lo que cuenta busca unirse con el que, por el otro lado, construye el oyente con buena fe, logrando un acople que permita cruzar de una orilla a otra.


Para asegurarse de que nadie se queda atrás en sus explicaciones, Ricardo deja la tiza con la que ha estado escribiendo formulas dentro de nuestra cabeza y baja de la tarima. Lo narrativo se vuelve expresivo cuando coge una copa de vino y la va llenando con el vino de uno de los depósitos, el que ha obtenido de la primera prensa y en el que guarda toda la sustancia. De su copa va sirviendo a las demás en un gesto que le da sentido a todo su trabajo: una escena que no pide fotografías, sino el trabajo de un Vermeer. Se trata de un vino denso, fuerte, que mancha la copa. La clave de la que se servirá el enólogo para equilibrar las demás fermentaciones. Probamos la copa y echamos el resto a una rejilla del suelo, como si lo devolviéramos a la tierra.

Volvemos a catar el vino de otro depósito para que aquellos que, como yo, estamos cansados de tener que echarle fe a todo, podamos tener otra prueba de lo que ahí se conserva. El vino, al que todavía le queda mucho trayecto, ha pasado por la primera fermentación y ya se van apreciando unos rasgos agradables que, en mi caso, aumentan el deseo de saber en qué se puede convertir.


La tercera fase, la de la maduración, se da en la sala de barricas. La madera y su olor. La disposición de las barricas es la mejor representación de la paciencia. Tras la velocidad de los cambios del anterior proceso, llega este periodo en el que parece que no pase nada. Solo ese tiempo que se mide por el oxígeno que atraviesa la madera.

Hay algo relajante en este lugar. La prueba de que, para llegar a ser algo, hay que atravesar una serie de días en los que parece que no ocurre nada. Acostumbrados a la presión de lo inmediato, es agradable experimentar lo que Tizón llamaría “la velocidad de los jardines”. Detrás de los toneles está cambiando todo, pero no hay reloj para señalar el tiempo, solo la marca de las tizas en la madera. Para que no todo se pierda en la lírica de las palabras, el enólogo quita un tapón y con una pipeta va llenando nuestras copas. El vino, efectivamente, está creciendo.


Si los Crowded House creían que se podía vivir  “Four season in one day”, el recorrido por la bodega nos demuestra que también es posible experimentar la vida de la uva en una mañana. La visita termina en la sala de catas de la bodega, desde la que se ve un terreno que estará plantado en el 2017. Todo lo que se ha visto hasta ahora, se disfruta en una serie de botellas que van retrocediendo en el tiempo.

Es aquí donde el visitante se da cuenta de que él también ha seguido un recorrido por sus propios sentidos. Si al principio, en el terroir, primaba la vista, pasando después el relevo, tanto en la sala de los depósitos como en la de las barricas, al gusto, es ahora, en la sala de la cata donde se valora, sobre todo el olfato.


El propio camino le sirve al aficionado al vino para saber cuál es su nivel. Para apreciar la cata, en todo lo que tiene que ofrecer, es necesario acudir a ella con una experiencia previa. El visitante prueba el vino, pero éste también prueba al visitante, y lo hace a través de la experiencia de olores que haya ido acumulando hasta entonces. Su nariz se convierte en el diccionario con en el que traducir todo lo que el vino tiene ahora que decir. Si no existe esa cultura previa, el placer se rebaja: el vino coloca ahora a cada uno en su sitio.

Pero no hay de qué preocuparse. Es bueno ser consciente de tu propio nivel. Y eso solo lo pueden hacer vinos capaces de desplegar matices, como los que se van sirviendo. Hay que jugar con los grandes y eso ya lo sabía Julio César, que agradecía la fortaleza del enemigo porque así la victoria tenía más valor. Además, en el punto hasta el que nos llevan los sentidos nos recoge Ricardo con sus explicaciones. La palabra no puede ser un sustituto, pero sirve para iluminar el camino.


Trufas, añadas, matices, resonancias, evocaciones. La cata se va convirtiendo en una clase de la que mentalmente se van tomando notas. El recorrido empieza por las añadas más recientes para ir retrocediendo al pasado, hasta las del 2006 y del 2004. El visitante las prueba: antes de que sigan las explicaciones del enólogo, sólo hay una afirmación de la que no cabe duda y de la que, en el fondo, se basa todo el negocio del vino : “este vino está muy bueno”.   


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