martes, 30 de abril de 2013

Blanco con marco negro




Blanco con marco negro : Si Sergio Ramos, en esos diez minutos de los que hablaremos los madridistas dentro de un tiempo, hubiera metido el tercer gol de cabeza, habríamos regresado de golpe al pasado. Eso era, en el fondo, lo que todos queríamos. Como el que se deshace de toda la tecnología para volver a la máquina de escribir en la que encuentra la verdadera inspiración. Sudor donde debería haber estadísticas. Codazos donde deberíamos ver desmarques. El futbol en los cojones, espeso y anárquico, una vez que el tiempo que transcurre lo va desterrando del cerebro y sus estrategias. Y vuelta al blanco y negro, a los bocadillos en el descanso, a las zonas de pie y al portero al que puedes pasarle un billete de cien pesetas para que tu nieto pueda ver el partido y recordar ese gesto ahora.

Habrá quien diga que lo aconsejable hubiera sido no dejarlo todo para el final y yo tengo que admitir que me habría gustado venir de Alemania con los deberes hechos, pero entonces el partido en el Bernabéu habría ofrecido otro tipo de fútbol. No es tan difícil de entender que no es el mismo fútbol el que se despliega cuando el tiempo te va arrinconando que cuando se dilata ante ti como un campo de primavera con los alemanes como inocentes abejorros que puedes quitarte de encima mientras lees tranquilamente a Virginia Woolf. Del fútbol estilo James Bond al de Bruce Willis. Del arma en el reloj al lanzador de misiles para derribar helicópteros. De Michael Bublé a Brian Johnson.

Como hincha, conviene adaptarse pronto a lo que hay enfrente y no perderse en el camino de las conjeturas. Si Xabi Alonso no hubiera cometido ese penalti en Alemania. Si Higuaín hubiera aprovechado esa primera oportunidad. Si Cristiano hubiera llegado en plena forma. Si Marcelo no estuviera lesionado. Esas habrían sido las cartas de otra partida y lo que hay hoy es distinto : un encuentro en el que vas calculando los minutos que tienes para meter tres goles mientas notas cómo, a pesar de tu empeño, el tiempo es un jugador de rugby que te va arrastrando metro tras metro.

Y cada vez queda menos tiempo, pero es eso precisamente lo que hace que el fútbol se comprima y que destile esa esencia picante y densa que se instala en el pecho junto a un corazón que sientes latir, probando su potencia como un coche en una larga recta. Esto es estar vivo y hay que disfrutarlo : cada segundo cuenta, cada pase tiene sentido. Se está dentro del partido como pocas veces sucede, ofreciéndote la oportunidad de formar parte de él. No hay que engañarse : esto no pasaría si tuviéramos la clasificación garantizada. Es así como llega el gol de Benzema y, poco después, el de Sergio Ramos. Y ya no es un simple recurso del periodismo deportivo decir que, en parte, esos goles también los has marcado tú.

Falta sólo el de Sergio Ramos cuando ya notas la pared contra la espalda. Sabes que tiene que llegar de él porque es el que se ha echado el pasado sobre los hombros. Tantos entrenadores, tantas teorías sobre lo que es la esencia y al final no hay que darle más vueltas : esto es el Madrid, estos dos, tres minutos, en los que crees que puedes lograr lo que no has hecho antes. No hay lamentos cuando el partido te ha llevado hasta este punto en el que has apostado todo el dinero que tienes a una última jugada, con el balón moviéndose como la bola en la ruleta.

Sergio Ramos salta para cabecear. Si el balón entra, se soltarán muchos mensajes que están esperando para salir de móviles afilados, muchas crónicas tendrán que reescribirse, muchos comentaristas releerán lo dicho para encontrar una puerta de salida. Eso me da igual. Si el balón entra se demostrará que se está por encima (o más bien, por debajo) de lo que suceda en despachos o redacciones. Que al final va a ser verdad lo de la camiseta.

Pero ese cabezazo sale desviado por muy poco. No es gol y los que los que pasan son los alemanes. A pesar de todo, estos diez minutos han valido la pena. Soy más madridista cuando vuelvo a casa (y al presente) en el metro que cuando venía. Y muchas de las camisetas que veo en el vagón seguro que están sudadas. Hay derrotas que arrastran jirones de victoria.

lunes, 29 de abril de 2013

El antídoto



El antídoto : Después de darle el beso de buenas noches y justo cuando estoy saliendo de su habitación, la luz apagada, el libro de Rodari en su sitio, Daniel me dice que ha hecho un dibujo en el colegio y me pregunta si quiero verlo. Ya sabe que las palabras pueden tener más o menos valor y que para saber si realmente valoro sus dibujos, como suelo decirle, tengo que demostrarlo ahora con un gesto : ya es tarde y el cansancio se ha extendido por mi cuerpo, justo cuando he terminado el largo cuento de Rodari de hoy, como un veneno denso. 

Dudo un par de segundos y enciendo la luz. Daniel salta de la cama y de su mochila saca un papel doblado que despliega. Un niño que tiene problemas con las matemáticas, me dice. Me fijo en su rostro, en la posición del cuerpo y en ese árbol con manzanas del fondo. Parece una interpretación de "El Pensador". Le pregunto si lo han dado en una ficha. Sí, me dice. Hablamos un rato del dibujo : llovía en uno de los recreos y un amigo y él se pusieron a dibujar. Mientras me lo cuenta, me voy fijando en los detalles : la mano cerrada, la oreja, el pelo desordenado, los cordones de los zapatos, el gesto, entre triste y preocupado del niño. Pasamos un rato charlando. Al darme cuenta de la hora que es, termino bruscamente con la charla, le pido que se tumbe y apago la luz. Objetivamente hablando, algo debe haber en sus dibujos porque la segunda vez que cruzo la puerta de su habitación ya no estoy tan cansado

domingo, 28 de abril de 2013

El solitario placer de la venganza




El solitario placer de la venganza : El banco de hierro forjado que veo camino de la iglesia del pueblo parece fuera de lugar. Su sitio apropiado sería un parque, pintado de verde, rodeado de naturaleza fácil de mantener y ocupado por ancianos cruzándose información sobre ofertas para alargar la pensión y quinceañeros en silencio lanzándose mensajes en mayúsculas a través de los móviles. Unos pájaros de fondo, un padre en chándal empujando un carrito, un perro de correa tensa controlado por un tipo con tatuajes en el cuello, duro como el mármol. Ahí encajaría bien el banco.

Aquí, bajo un puente, rodeado de hormigón y mirando una estrecha carretera, parece condenado al destierro. Es un banco en el que no me imagino a nadie sentado. Lo miro un buen rato sin conseguir que lo que se me pasa por la cabeza (y son muchas cosas) encaje bien ahí. Un joven delgado tocando una guitarra. Una mujer con bolsas alrededor concediéndole a sus varices la tregua que le piden. Un chaval haciendo a última hora los deberes que había olvidado. Dos municipales charlando de un tema del que han prometido olvidarse cuando se levanten. La promesa de un rápido viaje húmedo. Todo se acaba desvaneciendo sin que le encuentre una justificación a ese banco.

Dejaría de pensar en él si no fuera porque noto cierta intención. El hilo de una historia del que no me veo capaz de tirar. Lo aparto y lo retomo sin mucho éxito durante la ceremonia de la comunión a la que nos han invitado. Como el día es frío, cuando nos reunimos al terminar las indicaciones de cómo llegar a la casa donde se va a celebrar la fiesta se dan de forma precisa. A nosotros : tenemos que coger en sentido contrario la carretera por la que hemos venido, que va desde la iglesia hasta el cementerio, y una vez que lo pasemos seguir recto hasta que nos crucemos con la zona que ya conocemos.

Vuelvo a pasar por delante del banco, ocupado ahora por alguien al que me imagino disfrutando del último viaje de un íntimo enemigo. El fin de uno de esos odios de pueblo que crecen como dos troncos entrelazados.

sábado, 27 de abril de 2013

Las estrategias del Mal



Las estrategias del Mal : Tenemos palomitas suficientes como para ver todos los capítulos de Los Soprano. Antes de entrar en la sala, Daniel me pasa las suyas y se marcha al baño. Por influencia de mi suegra, tiendo a pensar que el Mal puede estar en todas partes, así que repaso rápidamente, como un guardaespaldas de Obama, lo que puede haber en el baño de un cine antes de decirle que sí. Venga, le digo. Estas precauciones, ya lo he visto, no hace falta tomarlas en el pueblo de mi suegra, donde se conserva ese Bien bíblico de antes de la manzana, ya se sabe, a pesar de que a pocos kilómetros, cosas que pasan, se produjera el crimen de Cuenca.

Tengo que admitir que son demasiadas palomitas. No pensaba que la oferta “Menú” (diez euros con una entrada, bebida y palomitas) incluyera esta cantidad desmesurada. Pero he visto la palabra menú y me he acordado de cuando me creía rico y pensaba que eso de calcular lo que uno se gastaba comiendo fuera en el trabajo era para los demás. Hasta que hice números, le pegué un mordisco al árbol de las matemáticas, y me vi fuera de mi paraíso de mantel, camareras y tres platos de primero y de segundo para elegir, café o postre. Además de esto, hoy es sábado, estoy con Daniel, vamos a ver una película que Oti ha puesto bien y me apetece hacer las cuentas con las tripas, no con la cabeza, así que sí, dos menús.

Ahí tenemos Daniel y yo palomitas para invitar a toda la sala. Va a ser una sesión de palomitas de hombres. Tal vez, intento se objetivo, no sea una cantidad saludable. De hecho, creo que no caben tantas palomitas en el estómago de un niño de ocho años. Pero no he leído noticias sobre ambulancias esperando en la puerta de un cine para hacerle un lavado de estómago a un niño. Tampoco la caja tiene ningún anuncio “Comer palomitas mata”. No, no lo veo. Quizás mi suegra tuviera razón con el tema de que el Mal en la ciudad está en todas partes, pero se quedara corta : quizás el Mal sea yo ofreciéndole a Daniel esté menú talla americana que ni Tony Soprano podría acabarse. Estoy por mirarme si tengo tatuajes en los nudillos. 

Daniel viene del lavabo contento, con la alegre expectación de un niño de ocho años al que le espera una tarde de cine con la película que quería ver desde hace tiempo. ¿Te has secado las manos?. Sí, me dice mientras se las frota contra los pantalones. Entonces estoy a punto de decirle que no quiero ser el Mal, que a veces las suegras tienen razón, y que deberíamos tirar algunas palomitas porque son muchas, y la salud, y las ambulancias. Ese era el plan, pero Daniel es más rápido y coge su cartón de palomitas y su botella de agua y me mira. Entonces dejo de ser el Mal para ser la Irresponsabilidad cuando dejo que sea él el que decida, sabiendo su respuesta, cuando le pregunto si no cree que son demasiadas palomitas.

viernes, 26 de abril de 2013

Sumergidos en el último sol




Sumergidos en el último sol : Bajamos por Fuencarral después de cenar en el McDonald´s a esa hora en la que te encuentras una mesa con quinceañeras en un lado y, en el otro, un padre con sus dos hijos. Bajamos por Fuencarral hacia la librería Tipos Infames porque yo me he portado bien con los mellizos y ahora me toca a mí : en vez de un gran regalo del día del padre, preferiría pequeños detalles, como el de no quejarse cuando bajamos por Fuencarral camino de Tipos Infames después de comer una hamburguesa en el McDonald´s a esa hora en la que quedan globos de regalo y las dependientas están de buen humor y bajan al piso de abajo con tu bandeja (el menú McRib les pilla en fuera de juego y tienen que prepararlo porque debemos ser los únicos que lo pidamos hoy). Bajamos por Fuencarral y trato de no correr a pesar de que los dos me dicen ahora que están cansados y muy pronto pedirán ir a casa: no lo estaban en la tienda en la que han mirado y cogido todo ni en el McDonald´s, en el que hemos hecho una gran montaña de patatas sobre la que hemos vaciado todos los sobres de ketchup, donde hemos ido todos al cuarto de baño a usar ese secador en el que metes las manos para sentir los chorros de aire caliente que salen de él. Bajamos por Fuencarral y voy despacio, sabiendo que estoy gastando ya un tiempo del que no dispondré en Tipos Infames, porque es también ese momento de la tarde en el que al final de cada calle con la que nos cruzamos hay un sol que la cubre de una luz que la desborda y en la que nos sumergimos hasta los tobillos. En la siguiente calle, el mismo fenómeno con un sol pleno, como si estuviera dispuesto a derrochar toda la energía que no hubiera consumido hasta el momento. Es un atardecer que va a más, como una canción que en sus últimos segundos, en vez de ir difuminándose, subiera de volumen, pidiendo a todos los instrumentos que se unieran. Bajamos por Fuencarral y el efecto, totalmente inesperado, me llena de energía. De calle en calle hasta que por fin llegamos a la de Tipos Infames. Que ya están muy cansados, que ahí no hay libros para niños, que hay mucha gente. Venga, chicos, les digo, un momento. Y me limito a rodear las mesas de novedades como un perro que olfateara a otro más grande. Veo una nueva edición de “El libro del desasosiego”. Lo abro y leo una frase : “No es el amor, sino sus alrededores, lo que merece la pena”. Lo cierro. ¡Suficiente!

jueves, 25 de abril de 2013

La petaca de Jack Daniel´s




La petaca de Jack Daniel´s : Hoy habría sido un buen día para tener a un culé como compañero de trabajo. Supongo que los dos nos habríamos mirado como soldados que, desde distintas trincheras, han caído bajo el mismo enemigo. Cagoentodo. Tal vez hasta nos habríamos enseñado las marcas de las cuatro heridas, cuatro, recibidas en el ataque : en mi caso, por Lewandowski, el mismo francotirador polaco. A falta de ese apoyo, paso la jornada sabiendo cómo se siente un invertebrado : del Atleti.

En la pescadería descubro cómo me han visto los demás : exactamente como esos lenguados amontonados, cubiertos de hielo, y con los dos ojos en el mismo lado de la cara. Dos, tres, da igual. Aunque hubieran sido cinco, no habrían sido suficientes para tener localizados a los jugadores del Borussia en el campo porque ayer estaban por todas partes. Miro el precio por si, por simple pena, los lenguados estuvieran en oferta. No : 7,50 € el kilo.

Le pido al pescadero que me prepare uno en filetes. Se acerca, los observa y niega con la cabeza. Son demasiado pequeños, me dice. Remueve uno. Levanta otro. Lo hace sin mucha gana, como si fuera un mostrador del que hubieran desaparecido las gangas. Que no. Vuelve a negar con la cabeza, dándome a entender que de estos lenguados no se puede esperar mucho. Yo quiero pensar que sí, que queda el partido de vuelta, que si todos los lenguados del Madrid nos reunimos en el Bernabéu, es posible que nos llevemos una alegría. Nuestro apoyo será una cuestión de cantidad, que no de calidad, porque ni enterrados en hielo hasta el martes lograremos que dejen de dolernos los golpes que recibimos en nuestro orgullo. Por mucho hierro que haya en nueve Copas de Europa, eso no nos hace insensibles y si nos pinchan sangramos, si nos hacen cosquillas nos reímos.

No veo mucha fe en el pescadero, que parece dar por perdido lo de los lenguados y me ofrece los gallos. Los gallos, me dice, son otra cosa. Me los enseña. Digo que sí con la cabeza, un poco humillado por no haber peleado algo más por los lenguados. Los gallos están bien. Que me ponga dos. Ajá, dice. Les corta la cabeza con un tajo preciso, después les saca las tripas y termina arrancándoles las piel con una profesionalidad ejemplar, como el que le da la vuelta  a los calcetines. Como manual de instrucciones no está mal para el partido de vuelta.

Durante todo el día, sin embargo, guardo un secreto : el gol de Ronaldo es como la petaca que detiene el tiro destinado a cruzarte el corazón. Es posible que los del Borussia piensen que ya han hecho todo lo que se esperaba de ellos, pero ya advirtió el Mike de Breaking Bad que hay dos formas de hacer un trabajo : la buena y la que deja testigos. Y espero que el martes los del Borussia descubran pronto que la suya fue la mala.

miércoles, 24 de abril de 2013

Sin rastros del destructor imperial




Sin rastros del destructor imperial : La peluquera cubre a Daniel con una amplia tela negra. Yo le paso la palabra que me han entregado, esperando que sea suficiente : arreglo. Ella la escucha como si fuera una llave que entrara en la cerradura pero que no girara. Con el primer inglés, puesto a prueba en Londres, cabía la posibilidad de modificar la pronunciación. Aquí no sé qué hacer. Como ve que no va a conseguir más de mí, la trocea en términos más manejables. La patilla. El flequillo. La nuca. La raya. En el fondo, soy un cobarde porque dejo que ella tome las decisiones hasta que Daniel explica claramente cómo quiere que se haga todo. Así las patillas, así la nuca, así la raya : todo bien largo. No hay que olvidar que sigue llevando puesto su traje de judo.

Terminado el corte de pelo y la limpieza meticulosa de todos los pelos, la peluquera retira la tela mostrando el claro contraste entre el traje de judo y el negro que domina la peluquería. Negras son las sillas, y el logo, y los uniformes de las peluqueras. Es un momento de teatro de sombras. Si no se me hubieran adelantado, la fuerza de los opuestos me habría dado para escribir tres capítulos sobre unos rebeldes en una galaxia muy, muy lejana. Viendo a Daniel, me doy cuenta de que habría sido mejor preguntarle a la peluquera si sabía quién era Luke.

Salimos a la calle. Camino del coche, negro, pasamos por delante de una cafetería, una farmacia y una tienda de chinos. La imagen de Daniel tiene tanta fuerza que consigue que todo parezca un decorado. Al acercarnos a un solar que la crisis ha conservado agreste, Daniel se sube a una pequeña montaña. Se queda un instante ahí de pie, esperando, como si supiera que el inicio de su historia depende de que un destructor atrape a una pequeña nave. Pero hoy, afortunadamente, el cielo está despejado y hay que hacer unos cuantos ejercicios sobre los pronombres. Venga, judoka, le grito.

martes, 23 de abril de 2013

La cocina de los monjes




La cocina de los monjes : Salimos de la estupidez de las series de Disney gracias al viaje de Jamie Oliver por Italia. Los mellizos aceptan la propuesta de acompañarle en su viaje (el primer capítulo de ayer fue un éxito) y esta noche, después de la cena, visitamos con él el Monasterio de Farfa. “Estoy muy emocionado, porque este monasterio tiene uno de los huertos de especias más antiguos de Italia. Tiene 1.500 años. Estoy deseando ver lo que cocinan los monjes. Pero el trato es que tengo que seguir su rutina”. Jamie no tarda en descubrir que la realidad es otra : del huerto de especias no queda nada y en el monasterio sólo habitan seis monjes que se alimentan de latas. “No está bien. No está bien. No está nada bien. A lo mejor esperaba demasiado, ¿sabes?. Lees libros y hablas con la gente. Llevo diez años oyendo “Oh, el monasterio, ahí sí que saben comer”. Creo que la sopa tenía verduras congeladas. Luego los palitos de pesado. La ensalada estaba muy buena porque era del huerto. Pero creí que habría aceite de oliva local, que estaría muy rico. Qué va. Sí, estoy un poco decepcionado. La verdad”. Le basta con abrir las neveras y con comer un par de veces con ellos en un ambiente de silenciosa resignación. “Vine aquí pensando que las recetas antiguas me iban a iluminar. Pero estoy sorprendido. Los monjes parecen haber perdido todo el contacto con sus tradiciones culinarias. Tienen uno de los huertos de hierbas medicinales más famosos, pero creo que son los italianos menos sanos que he conocido. Aquí mi chico tiene unos cincuenta años, pero toma unas tropecientas pastillas. Aquel de ahí toma tropecientas pastillas. Todos se atiborran a pastillas. No están tan sanos, en serio, no lo parecen. Si te fijas en el resto de Italia, lo que de verdad ha mantenido viva la cocina han sido las madres, las abuelas, las esposas”. En uno de los ratos de silencio obligado, Jamie admite que los papeles van a cambiar. “Tiene gracia. Vengo hasta aquí para escapar de cosas, pero voy a acabar haciendo lo que hago siempre. Enseñar a la gente a cocinar”. Así que Jamie improvisa un plan sencillo en tres pasos. El primero es llevarse a los dos monjes más jóvenes a montar un puesto en la calle : “La inspiración para cocinar se consigue con la diversión”.  Ahí, a cambio de unas lentejas, obtiene donativos con los que poder pasar al punto dos. “He hecho cosas divertidas en mi vida, pero cocinar en una cuneta con dos monjes, tiene que ser una de las mejores”. Con ese dinero pasa a la siguiente fase : comprar unas especias que planta en el huerto. “Hasta ahora, mi sueño del monasterio y de la comida tradicional no ha sido como esperaba. Con tanta comida enlatada y seis monjes poco sanos. Pero ya que estoy aquí, me gustaría inspirarles para que coman comida mejor, más sana. Y he empezado a replantar su huerto de especias para darles una sorpresa” El tercero y último es sencillo. Con algunas de esas especias, prepara una barbacoa para los seis monjes. “Mi religión es la cocina. Para mí, en mi casa, mi mesa, mi mesa de comer es el altar. ¿Me entiendes? Es donde nos reunimos, es donde discutimos, donde lloramos, donde reímos. Es donde planificamos el futuro. Es una parte muy importante de mi casa. Ellos no tienen una familia porque han consagrado su vida a Dios. Me gustaría reunirlos a los seis alrededor de una mesa veinte minutos para cocinar y reír”. El menú de esa barbacoa es simple. Buñuelos de ricota con parmesano, harina y huevo. Sopa minestrone. Conejo con adobo de romero y tomillo. Jamie pone a cocinar al Padre Massimo, que no ha cocinado en treinta y cinco años o al Padre Mario, que no lo ha hecho en su vida. La comida es muy estilo Jamie, con salsas, jugosa, abundante, a la que no debes enfrentarte si no tienes todo el pan que vas a necesitar para no dejar nada. “¿Te has fijado en lo animados que están? Eran todos serios y cerrados. Y de repente les das un poco de manduca decente, y empiezan a hacer bromas. Sí, estoy satisfecho, muy, muy satisfecho.” El capítulo termina con Jamie poniendo en su caravana “Close to me”, de los Cure. Perfecto.

lunes, 22 de abril de 2013

Cuatro segundos ondulantes



Cuatro segundos ondulantes : Hay un enlace que une la 607 con la M-40 que me gusta coger : es como si la carretera elevada, recién hecha, hubiera recibido un golpe de viento justo cuando se estaba secando. Es probable que haya suficientes errores de cálculo como para que al ingeniero que la diseñó le quiten las medallas y le obliguen a volver a hacer cuentas con lápiz negro y rojo. No importa. Si por mí fuera, le daba uno o dos ministerios para que su nombre pasara a la Historia. No es solo que la curva, cerrada a la izquierda, sea divertida. Es que las ondulaciones de la carretera elevan y dejan caer el coche varias veces en tres o cuatro segundos mientras ves cómo el horizonte, con las torres de la Ciudad Deportiva de fondo, se agita suavemente, rompiendo la tranquilizadora rutina de lo horizontal. Esos segundos son de lo mejor del lunes. Una agitación lúdica, infantil, que me sirve de frontera entre el yo que se pasa el día con el Excel y el que va a recoger a los mellizos. Después de dejar el coche, no me cuesta nada imaginarme como uno de esos niños que practica los tiros a la portería, que se pasa el balón de baloncesto o que sale de la clase de judo o de la de gimnasia rítmica y me busca con la mirada hasta que, al verme, se queda tranquilo y se permite pensar ya en la merienda.

domingo, 21 de abril de 2013

Carrera muda en Bahrein




Carrera muda en Bahrein : Al coche de Fernando Alonso se le rompe algo y las décimas de segundo que los demás dejan detrás de sí sin usar se le van pegando a él, como mosquitos al parabrisas. En el mundo de la fórmula uno, eso es como invitar a un elefante a subirse a tu coche. O al menos es lo que creo entender mientras veo imágenes de la carrera en una pared de “El león de oro” que utilizan como pantalla. En la pared de enfrente están los vinos. Me alegra ver que tengo la vista lo suficientemente bien como para leer : Copa El Picaro en "El León de oro " 2,90 €; "Las dos ces" 2,80; "Damana 5" 2,70 €. Tres copas, tres, que bebemos mientras picamos y charlamos y Alonso corre con el volumen alto al principio y en un susurro después (cuando alguien, tal vez decepcionado por la carrera, pide verla en silencio : lo entiendo porque con cada gol que recibe el Madrid yo bajo el volumen dando a entender que si no es escucha nada, es mejor no preguntar). Buenos vinos. Buenas croquetas. Buena vista de la gente paseando despreocupada por la Cava Baja, con la cara satisfecha y relajada del que ha terminado algo complicado de lo que se siente orgulloso. Saltar de un rostro a otro es como rellenarle el cuenco de comida a la vista.

En la mesa de al lado hay una pareja que sigue con tensión la carrera. Sus copas parecen llevar mucho tiempo vacías, pero ningún camarero se acerca a molestarles, lo que entiendo porque no hay que romper estos ritos. Ella de vez en cuando se aprieta los muslos con las manos. El se pasa la mano por el pelo continuamente. Me da envidia su pasión porque a mí me aburren los tipos como yo que sólo ven a un grupo de niños mayores dando vueltas a un circuito. Apenas hablan entre ellos en las últimas vueltas y cuando termina la carrera recogen todo con la prisa del que se despierta en la playa y descubre que está a punto de llover.

Vuelvo a fijarme en la calle y en la chica que nos atendió al llegar y cuyo buen humor no era fingido y en una cocinera que sale a discutir con uno de los camareros de la barra en un tono que me recuerda a la Janette Desautel de la tercera temporada de Treme, ya al frente de un gran restaurante. Nosotros salimos de éste contentos. Muy cerca del local hay un contenedor con dos televisores. Si yo tuviera un sitio como “El león de oro” cerca de casa, también me desharía de mi televisión para ser más selectivo. Una buena excusa para bajar, elegir una copa y pedir, ya puestos, un episodio de Treme con el volumen bien alto para escuchar a Delmond Lambreaux.

sábado, 20 de abril de 2013

Los primeros pasos por la casa cerrada



Los primeros pasos por la casa cerrada : Mentalmente me doy un paseo por la escena. El agua de la piscina todavía está helada y el césped artificial necesita que alguien lo cuelgue de una cuerda y lo golpee hasta dejarlo limpio. Quedan muchos días todavía para el primer baño del año, pero que hayan abierto la puerta de la valla es como encontrarse subidas las persianas de una casa que ha estado cerrada todo el año. Algo ya se ha puesto en marcha.

viernes, 19 de abril de 2013

La marca de la crecida



La marca de la crecida : Lucía y yo caminamos hacia una ferretería a por un adaptador de corriente. El que teníamos se murió ayer y ahora lo llevo en una bolsa para, cogido del cable, como si fuera la cola de un ratón, enseñárselo al dependiente. Lucía está de buen humor y eso aumenta el mío, como si entre ella y yo hubiera otro tipo de adaptador. Sol en las aceras. Gente charlando frente a una cerveza. Las cadenas que veo por el suelo, liberando a la sillas de plástico, son la cintas cortadas que señalan el inicio oficial del fin de semana : nadie había ahí para aplaudir, solo un camarero buscando y encontrando la llave del candado, pero eso no le quita valor al momento. Mi buen humor incide en el de Lucía, que se vuelve ligero y despreocupado, como el vuelo de su falda. Me fijo en las sombras de las sillas que aún están amontonadas, en el brillo de las cervezas, en los dibujos geométricos de las aceras. A todo le hago unas fotos. Espero que esas columnas de sillas encajadas vayan bajando a lo largo de la tarde. Hace unos años, habríamos ocupado algunas para cenar sin pensarlo. Lo importante es que al final queden muy pocas, rebajando la marca de la crecida. Ese es el gráfico que hay que leer. Lucía se queja de que la ferretería está lejos. Demasiado cerca me parece a mí. Meto la mano en la bolsa y levanto el adaptador. El bicho sigue muerto.

jueves, 18 de abril de 2013

A ritmo de plátano



A ritmo de plátano : No seré yo quien defienda a las peras. Las veo expuestas y les presto la misma atención que a un partido de segunda división, que a un libro de Donna Leon, que a un tema de Aerosmith:  vale si no hay otra cosa. Echo unas cuantas en la bolsa porque Daniel me lo pide aunque parecen de madera. Al llegar a casa las dejo en el cuenco para que, como en el cuento de Pinocho, la madera se convierta en carne. Pero nada : ninguna hada tiene tiempo para pasarse una noche a realizar un hechizo de poca categoría, de los que no se añaden en el curriculum. En el tiempo en el que una cebolla llena de tallos la nevera, la madera no despierta. Y una noche, al tantear la pera, el pulgar se hunde en una carne que ya está demasiado blanda, como un argumento de Donna Leon, como una balada de Aerosmith. Con los plátanos es diferente. Hago una defensa sincera de ellos cada vez que llega el momento de elegir un postre porque no es difícil adivinar qué día estarán justo como me gustan. Que todo se hunde, vale, pero en esta cocina puedo decir “hoy estarán en su punto los plátanos”. Y no me equivoco. Lo que, aunque parezca estúpido, conserva el camarote estanco.

miércoles, 17 de abril de 2013

Ninguna una obra sin su marco




Ninguna una obra sin su marco : El alimento para el cuerpo lo obtengo en Mercadona : tres bolsas de habitas (2,95 € cada bolsa)  y un paquete de bacon (1,61 €) para un plato (habitas con bacon=10,46 €) que voy a preparar esta noche según una receta clásica (en cazuela) o avanzada (microondas) : llegado el momento, ya veré.

El alimento para el alma me lo procuro mirando al suelo, con la bolsa en la que llevo las tres bolsas de habitas y el bacon en una mano. Mentalmente, le pongo un marco a esas pequeñas piedras con sombra y a ese hierro (hierro, a secas) que sobresale sin ninguna utilidad reconocida. Auténtico arte callejero sin manipular, sin intención, sin crítica que lo adorne : sin intermediario, en suma. Puro talento salvaje. Lo descubro porque piso el hierro y ese dolor, que amenaza con convertirse en algo físico, se convierte, tras domarlo, en un estímulo que llega, purificado, a esas regiones del cerebro en las que guardo la emoción estética y tal. ¡Ah! Se puede decir que no solo soy el receptor de la obra, sino que, permitiendo que genere dolor, amplío su capacidad creadora, la acerco a su momento cerrado de plenitud en el que será plenamente ella misma y ya no necesite nada más. Gracias a mí es más obra, mi pie es más pie, la tarde se vuelve más intensa y yo me alejo con la ligera cojera que es la muestra exterior de mi otra cojera interior, la que me ha separado de mi flujo rutinario para colocarme en otro nivel en el que el momento se puede expresar sin recurrir a la inercia de mis pensamientos, para (me doy cuenta) desalojarme de mí mismo en unos minutos que iban a ser el simple trayecto desde la puerta del Mercadona con mi bolsita de habitas hasta el coche. Dejando de ser, soy.

Las habitas salen muy bien porque sé cómo incluir toda esta experiencia. Mis hijos dicen que no les gustan. Qué sabrán de arte. Me acabo mi plato. Después el de Lucia. Después el de Daniel. A veces no tengo medida. 

martes, 16 de abril de 2013

La combinación del candado



La combinación del candado : Atada junto a una verja del trabajo  hay una bicicleta : a las diez extiende su sombra como una invitación para que me suba a ella. Es una sombra prometedora, decidida, ágil. De las que necesitan arrastrarse por superficies agrestes para sentirse viva. La observo durante el tiempo que me lleva comerme la manzana que me he traído. Me subiría a ella si supiera exactamente dónde ir, pero no tengo una idea clara y así me serviría de ella solo como un salvavidas. Eso tan difícil de saber qué se quiere y que es lo único que abre el candado. El problema para dar con la combinación es que en este momento estoy bien : la gente charla en las mesas de la terraza de enfrente, noto la sombra del árbol sobre mí, la boca se me llena del jugo de la manzana y veo entrar y salir de este parque empresarial furgonetas de reparto : Halcourier, DHL, Nacex. Ese movimiento de mercancías que todavía bombea algo de vida comercial a la zona y que nos protege. A pesar de todo, cuando tiro el corazón de la manzana a una papelera y me marcho, me gusta saber que esa sombra seguirá ahí mañana, como el discurso de una serpiente con una paciencia larga como ella.

lunes, 15 de abril de 2013

Desfile de tractores




Desfile de tractores : Admiro a los corredores que le permiten a su cerebro ver por dónde va. El mío es totalmente sedentario (sospecho que entre sus pliegues oculta algún michelín del que no se siente demasiado culpable) y urbanita y cada vez que ve las zapatillas de correr empieza a advertirme de lo pronto que me voy a cansar. En esos momentos, más que de un cerebro, me parece escuchar la voz de un donut relleno.

Así que me lo llevo al gimnasio un poco engañado. Que si charlamos con los monitores, que si la música del vestuario es buena (es muy buena, luego en la sala las cosas cambian), que si la gente es simpática, que si te lo vas a pasar muy bien. El lado bueno de tener un cerebro limitado (las charlas con los ingenieros de la empresa me han ayudado a definir exactamente sus posibilidades : ya no me engaño) es que los trucos funcionan. Se distrae y se deja hacer. Cuando me ato las zapatillas le lanzo una idea jugosa para que no preste mucha atención (estos días funciona muy bien recordarle alguna frase del “La vida de las mujeres”, de Alice Munro, que le está encantando. Ésta, por ejemplo : “Tenía un nombre magnífico que a veces deletreaba como si sirviera un pescado en una fuente, con todas las sílabas plateadas y las escamas intactas”). Muerde las frases hasta dejarlas en el hueso, feliz, y yo aprieto el nudo y salgo sin haber hecho ningún gesto innecesario, como si mis movimientos fueran una pieza que encajara perfectamente en un motor.  

En las máquinas sigue entretenido. El momento difícil es cuando me subo a la cinta. Ahí deja a un lado lo que tenga entre los dientes y empieza a decirme que no voy a aguantar más de quince minutos, que a los dos kilómetros voy a estar agotado, que puedo volver a casa para desayunar tranquilamente. Los cerebros de los deportistas de verdad botan en el suelo con ese ruido especial de las pelotas de baloncesto en el parquet. El mío se quedaría pegado igual que la masa de unas croquetas. ¿Quince kilómetros?. La cinta tiene una pantalla de televisión, así que busco cualquier programa casero para que se haga la ilusión de estar en el sofá. Y funciona. Él se abandona a las imágenes y yo a las piernas.

Por eso admiro a los corredores que empiezan a verse con el buen tiempo. Incluso a los que van con ropa nueva y corren como si andaran despacio y su corazón fuera una construcción de cartas en el patio de una guardería. Envidio su cerebro, el que, lúcido, les anima, a pesar de todo, a seguir. Y por ahí van, lentos y concentrados, como tractores que fueran arando el duro campo de su salud.

domingo, 14 de abril de 2013

El cámara de Attenborough



El cámara de Attenborough : Llevo equipo como para dar un par de vueltas al mundo con David Attenborough. Lo dejo con cuidado al lado de la pista. Mientras las gimnastas calientan, yo compruebo que todo está en orden : el trípode, la cámara digital, la grabadora digital, la réflex con sus dos objetivos, la tarjeta de memoria de seguridad y el iPhone en el bolsillo (como la última arma si las demás fallan). Por aquí no se escapa viva ninguna imagen.

Entre las gradas y las niñas, todas ellas con la adulta seriedad que les dan el uniforme y el maquillaje, estamos los reporteros de la familia, imprimiéndole a la escena cierto aire de final europea. Solo nos falta el chaleco y la acreditación. A falta de ese reconocimiento oficial, admito que me dedico a compararme con los demás padres y a suspenderlos sin compasión, eliminando a los que solo usan el móvil, o una cámara antigua, o una réflex en modo automático. Solo admito en mi elitista club a los que despliegan su trípode y la paciencia del pescador.

Los números son irregulares, con partes que no encajan, como el plato de un cocinero que se supiera los ingredientes pero hubiera olvidado las dosis y los tiempos de cocción. En otra situación, eso sería relevante, pero aquí no. Los padres lo aceptamos todo (y nos lo comemos) porque lo que hacemos es imaginar cómo podrá ser dentro de unos años lo que ahora vemos como un boceto. Y esa imaginación nos lleva bastante lejos : a partir del punto en el que se planta la razón, sigue la fe, como la cabra que abre el desfile, a su bola.

El trípode se tensa y veo al grupo de Lucía listo. Abro, conecto, enfoco, grabo, encuadro, selecciono, mido la luz, cierro el diafragma, giro un poco la grabadora, selecciono un detalle, mejor al grupo, otro detalle, me quedo corto de luz aquí y me pasó en la siguiente, como no sé nada del número, no puede adelantarme a los movimientos, así que trato de abarcarlo todo como un auténtico hombre orquesta. Experimento la misma mezcla de excitación y de urgencia que con las uvas de Nochevieja e idéntica decepción cuando descubro que también aquí todo ha pasado demasiado rápido. 

Tal vez para compensar esas prisas, voy guardando todo muy despacio (mentalmente rompo mi selecto carné como si fuera una tarjeta caducada). He recogido todo lo que he podido, pero lo único que no ha grabado nada es mi cabeza. Nada. He visto fotogramas, pero no le podría contar a nadie la película. Tengo que encontrar a David para que me explique qué ha pasado.

sábado, 13 de abril de 2013

Mi equinoccio de primavera



Mi equinoccio de primavera : Después de tantas clases encerrado en el único triángulo sin sombra, con las manos en los bolsillos y golpeando los pies en el suelo con el ritmo de un piel roja solitario, me he ganado este sol en la cara. Todo este sol es mío. Cierro los ojos para concentrarme en el calor. Escucho al profesor explicar los ejercicios y a los cuatro niños plantear sus dudas, quejarse, celebrar los buenos golpes, reírse entre ellos, pedir tiempo para beber agua, bromear mientras recogen las bolas, correr de un campo a otro para defender una portería o lamentarse por una bola que no venía como ellos querían. Cada vez que abro los ojos están donde me lo espero : todo un año observándoles me ha dado el poder de seguir su juego con los ojos cerrados, así que ahí sigo. Si quisiera (no lo voy a hacer), podría atrapar sin verla esa bola que en cada clase mandan a la zona del aparcamiento, como el que coge una mosca al vuelo. Sería un buen ejemplo de precisión oriental, pero no quiero distraerme de lo fundamental : de los sonidos que van llegando, agitándose y mezclándose entre sí como las sombras de las cometas en una playa. La hora hoy pasa muy deprisa. El sol es bueno para la piel, pero toda esa despreocupada mezcla de sonidos que he ido recibiendo me ha venido mucho mejor. Solo al terminar hay algo que no identifico. Un cuchicheo. El ruido de una cremallera. Al abrir los ojos, veo a Sara entregando unas bolsas de chuches a los demás. El profesor también tiene la suya. Mañana es su cumpleaños. Diez años. Es el fin perfecto para mi particular fiesta de equinoccio.

viernes, 12 de abril de 2013

¿Y si nos sentamos?




¿Y si nos sentamos? : Un anuncio de Coca-Cola dice que en el año 2030 el 80% de los adultos estaremos muy gordos; que el 60% de la población vivirá en ciudades; que pasaremos acostados o sentados la mayor parte del tiempo y que el 60% de los niños probablemente no habrá visto una vaca (no informa del porcentaje de vacas que no habrá visto un niño). Para cambiar las estadísticas, propone que nos levantemos.

Pero para el 2030 quedan diecisiete años. Demasiado tiempo hasta para Forrest Gump.

Esta tarde veo que en la puerta de una entrada en el suelo pone que está prohibido sentarse y que hay peligro de hundimiento. ¿Cómo no voy a darme este placer ahora?

jueves, 11 de abril de 2013

Nieve virgen



Nieve virgen : Se han lavado los dientes (y con el cepillo en la boca han vuelto al salón para ver qué ponían en la televisión cuando no hay programas infantiles), han hecho pis (discutiendo quién era el primero), han comprobado que tienen su mochilas listas (con las hojas de los deberes en la primera lengüeta de la carpeta), han dejado a mano los juguetes que quieren encontrarse cuando mañana abran los ojos (sin importarles que los demás estén ordenados o no), han hecho unas cuantas preguntas (Daniel : si mañana hará buen tiempo; Lucía : si vamos a estar en el salón). En esos diez minutos, el reloj avanza media hora. Les decimos que es el momento de meterse en la cama y, por fin, obedecen. Se extiende por la casa ese silencio de obra acabada, semejante al de la nieve cuando termina de cubrir un pueblo. Solo quedan los besos de buenas noches, pero dejo pasar el tiempo en el pasillo, hasta que uno de los dos me llame.

miércoles, 10 de abril de 2013

La lógica del balancín




La lógica del balancín : Recojo la mesa mientras los mellizos duermen y María tiene una conference call de once a doce de la noche. Escucho su voz al final del pasillo. Las respuestas las oye por sus cascos, así que parece que hablara sola. La globalización impone un único reloj para todo el mundo y cuando señala la hora de reunirse (que coincide con la del que acaba de desayunar en el despacho más alto), no importa si estás en Australia, Argentina, Canadá o al final de un pasillo.

Limpio los platos con dedicación antes de meterlos en el lavavajillas. Aunque haya cenado con nosotros, María seguía con la cabeza en la oficina. Ahora está en un extremo del balancín, pegada al suelo (quizás hasta un poco hundida) por el peso de lo real, provocando que yo esté elevado, como si fuera de ficción. Y es cierto : me veo como un personaje de “Casa tomada”, como el protagonista de “Náufrago”. Hasta tengo a mi versión de Wilson en esa naranja a la que Daniel le puso ojos y labios que está encima de la campana extractora. Hola, Wilson, le digo. Y coloco los platos en el lavavajillas. 

martes, 9 de abril de 2013

Pequeñas manos golpean la puerta



Pequeñas manos golpean la puerta : Tenemos tiestos de verdad, tiestos en tetrabricks, tiestos en recipientes de barro de yogures (ese último lujo que se añade a la cesta). La pequeña terraza está llena de tiestos. Nosotros, que sólo tuvimos girasoles de plástico junto a la entrada. Les dijimos que sí a todos pensando que posiblemente de alguno de ellos saldría una planta. Las plantas ahora asoman de los tiestos de verdad, de los tiestos en tetrabricks, de los tiestos en recipientes de barro de yogures.

Hasta el garbanzo tiene su planta. Pusimos uno en la tierra porque era solo un garbanzo, porque resultaba más practico ceder que argumentar que de un garbanzo (ahora sé bien que no es así) no podría salir nada. Es una planta curiosa : las hojas parecen crecer pegadas al tallo principal, que se va desarrollando por fases, no de una forma continua. Ese tono de verde, la flexibilidad del tallo, la forma de las hojas : todo estaba en ese garbanzo que parecía sin vida, como una casa con tablones en las ventanas y el cartel de “Se vende” pegado a la puerta. Está claro que lo único que hacía falta era saber cómo llamar. 

Parece que la condición para que todo esto funcione es que las semillas pasen por sus manos. Si se cumple, el mecanismo que tienen dentro empieza a despertarse (todo el movimiento de espirales que se despliegan parece un lento desperezarse). Podríamos continuar con las lentejas. Con las judías. Ahora todo parece estar esperando para revelarse.

lunes, 8 de abril de 2013

Escala en Ítaca




Escala en Ítaca : Estoy seguro que ninguno de los comensales ha llegado a su segundo plato saltando de tupper en tupper toda la semana. Yo sí. El mismo bote de cristal cada mañana, los mismos toques para que caigan las verduras pegadas al fondo, el mismo cuidado en colocar la tapa de plástico para que no se salga el líquido en la bolsa, el mismo vistazo al cajón de los cubiertos para elegir un tenedor, la misma atención sobre las manzanas que me llevo de postre, el mismo bote de vinagre que añado. La bolsa, como resumen, colgada del picaporte de la puerta para cuando me vaya.

¿Y todo eso para qué? Para ver el trozo de bacalao con la misma atención con la que Ulises, de regreso, observó a Penélope, sensible a todos sus detalles. Supongo que los dos hicimos lo mismo : pararnos un instante antes de ceder. Es ese momento, con los cubiertos en la mano, el que conviene estirar un poco para ser consciente de los amigos sentados contigo en la mesa, de la luz del local, de por dónde avanza la conversación, del vino en la copa, del cesto con el pan. De que, en fin, gracias a la travesía por la rutina gastronómica, este lunes por la noche tal vez yo sea el único en hacer escala en Ítaca. 

domingo, 7 de abril de 2013

La sombra del bumerán




La sombra del bumerán : Pido dos copas de Señamaria cuando lo veo escrito en la pizarra porque me atrae el nombre. Me gusta este marketing sutil que sirve para ganar en el fotofinish frente al bombardeo de las grandes campañas. La chica coloca las dos copas muy juntas y sirve el vino con cierta violencia masculina en dos golpes precisos, como si echara aceite al motor. También esto me gusta porque ese ímpetu se disuelve en un mercado de San Miguel que a las doce de la mañana está muy tranquilo.

Tal vez sea pronto para tomarse un vino, pero no tenemos mucho tiempo libre, así que decidimos adelantar el reloj dos horas. Mientras los demás estiran sus desayunos nosotros pedimos unos cuantos canapés que desaparecen del plato porque los gestos de nuestra versión 2X también son un poco más rápidos. Queremos meternos en los bolsillos la mayor cantidad posible de mañana de domingo. Por eso eliminamos los silencios como el que quita el espacio entre líneas para que el texto de nuestro paseo sea compacto.

Terminamos la copa y me marcho a por otro vino. Imperial. También está bueno. Intercambiamos esas anécdotas que sólo parecen asomar la cabeza con la segunda copa de vino y planeamos las siguientes paradas con una precisión que nos estimula porque no nos cuesta ponernos de acuerdo (Unas croquetas en El león de oro, un paseo por La Central, un fondant en Valor). Nos acabamos el vino cuando la mañana empieza a volverse más densa y la gente deja el cruasán y sigue nuestro ejemplo. No les diremos que a estas horas ya es difícil pescar algo en las aguas del domingo.

Vamos a por la primera ración de croquetas. Y a por la segunda. Visto desde arriba, nuestro recorrido se asemeja a la trayectoria de un bumerán : podemos alejarnos todo lo que queramos, pero a las cinco tenemos que estar en el mismo punto en el que dejamos a los mellizos a las ocho de la mañana. Por eso andamos tan deprisa, casi corremos. 

sábado, 6 de abril de 2013

Anzuelos de gominola




Anzuelos de gominola : La hora define al partido. Si leo que es a las 20:45, tarareo la sintonía de la Champions; si se anuncia a las 18:00, me imagino a padres con sus hijos en hombros y puestos repletos de golosinas como los que Daniel y yo nos encontramos este sábado junto al estadio. Hoy el fútbol tiene ese toque festivo de los concursos de televisión en los que invitan a un famoso, o a un niño, o a un niño famoso, y las preguntas son fáciles y el dinero que se gana con esas preguntas fáciles va a parar a una ONG para que salve a unos cuantos animales en peligro de extinción en Madrid, como el calamar de los bocadillos, al que ha devorado la ternera de las hamburguesas.

Muy buen rollo en general. Habría sido una buena tarde para organizar una jornada de puertas abiertas : la de los furgones de la policía, la de los vestuarios de los equipos, la de las zona privadas con sus azafatas, sus canapés y su canesús. Florentino, lo disculpo, debe estar en otras cosas, pero doctores tiene el club que deberían haber previsto esto para que las nuevas hornadas madridistas cuajen definitivamente, que luego se cruza el familiar blaugrana y te provoca un roto en la familia.

Pero no nos vamos a quejar porque el partido sí conserva un tono infantil, tolerado, que hace que uno no tenga que filtrárselo al niño que tiene al lado. El saque inicial lo da el secretario general de la ONU, con el ímpetu del que está acostumbrado a tirar a portería o a sacar balones fuera: no lo sé. Y su influencia benéfica se queda flotando en el aire : Ballesteros es menos Ballesteros, los ultras sueltan los insultos indispensables (ni uno más), el Madrid le concede un gol de cortesía al Levante para devolvérselo hasta en cinco ocasiones y los de Coca-Cola nos hacen una foto panorámica en el descanso para que nos veamos después.

Hago de padre madridista y le explico a Daniel qué jugadores están sobre el césped, cuáles son sus dorsales, cuáles me gustan más y a cuál podríamos vender en cuando podamos. Mi esfuerzo pedagógico dura menos que el discurso de un cicerone en un centro comercial. Pretendo que sea el propio partido el que se explique a sí mismo pero el juego apenas avanza. A estas horas parece un entrenamiento. Es entonces cuando me doy cuenta de que esta versión inocente del fútbol, apta para todos, no hace daño pero tampoco alimenta : falta ese anzuelo afilado que se te clave sin que te des cuenta y que después tire de ti cuando el estadio, como el carrete del pescador, te reclame.

Intento controlar mi aburrimiento para que no le llegue a Daniel y en medio de esa bruma agradezco los goles que el equipo nos va entregando como globos en una fiesta de cumpleaños. Los celebro como si fueran los de la Décima en Wembley. Daniel se pone de pie, y grita, y salta. Pasada la euforia se sienta, se inventa juegos, se bebe su Fanta de naranja y me ofrece su bolsa de fantasmitas para que la compartamos : el momento de más emoción llega cuando la acabamos y sacamos el cromo que viene en el fondo para ver qué futbolista nos ha tocado. Daniel lo abre con cuidado, como si fuera el punto culminante de la tarde.    

viernes, 5 de abril de 2013

Exiliados del cosmos



Exiliados del cosmos : Me llega un link para que me sume a una campaña en defensa del CosmoCaixa de Alcobendas, del que se ha anunciado su cierre. Me gusta la iniciativa, pero creo que la decisión de La Caixa es rotunda como el ruido de las ruedas de un avión al desplegarse : después de escucharlo, solo cabe esperar el aterrizaje, instalado en un pesimismo aceptado.

Lo voy a sentir, sobre todo, por lo que va  a suponer para la defensa primaria (e irracional) de la Ciencia : al acercarse a la cúpula, que se ha convertido en su referencia, y caminar hacia la entrada, uno siempre siente, antes de comprobarlo dentro, que lo que ese edificio guarda tiene valor. Ese mismo tipo de ósmosis que se experimenta con el fútbol dándose una vuelta por un estadio antes del partido. No sé si la letra con sangre entra, pero aquí la ciencia primero se mete por la piel : se es un poco científico incluso antes de hacer el esfuerzo por entender algo. O se metía, por mantener el pesimismo del primer párrafo.

Los más perjudicados van a ser los niños, los más sensibles a esa combinación de continente y contenido. No creo que acudan con la misma ilusión a estas actividades en otro sitio. Los padres tampoco lo vamos a tener fácil y me veo poniéndoles guantes en la pescadería del Carrefour para recrear con unas gambas congeladas el “Toca,toca”, donde podían tener en sus manos un erizo de mar o una tortuga de tierra vivos. La crisis nos va empujando hacia las esquinas.

Fue en un Carrefour donde Daniel cogió una de esas redes que protegen la fruta individualmente. Daniel va seleccionando objetos aparentemente aleatorios con una intención clara, como si en su cabeza tuviera uno de esos vídeos en los que, pasados hacia atrás, las partes desparramadas reconstruyen su camino hacia el original del que formaban parte antes de estrellarse contra el suelo. Si la entropía es el problema, Daniel es la solución, aunque a veces haya que tener paciencia con lo que elige.

Y esta tarde la paciencia tiene su recompensa. Daniel coge la caja en la que llega una maleta y le hace cuatro agujeros. Después le da la vuelta al envase de cartón de seis bricks de leche para construir el casco con el que poder respirar por esos planetas de elementos reciclados y no tarda en descubrir para qué guardó la red de aquel mango de la frutería. Ya tiene la protección para los ojos que necesitaba.

Se da tres paseos por el pasillo. A pesar de que se le cae una chapa y se le suelta la protección de una pierna, le concedo la homologación oficial y los permisos necesarios para explorar nuevos mundos siempre que no salga de nuestra CosmoCasa particular.  

jueves, 4 de abril de 2013

Dos formas de abandonar una clase



Dos formas de abandonar una clase : La ventana que tengo al lado en la sala da a un balcón que recibe directamente la luz del sol, lo que me permite medir cómo se va acabando el día. Delante, el ponente avanza en un curso sobre valoración de start-ups, pero como se gana la vida con eso apenas da información relevante, solo lugares comunes y una cita de Confuncio para no mostrar su cartas. Los flujos de caja y Confuncio : la clase de mezcla que solo se da en momentos como éste.

La luz, al principio, no me llama. Tomo unas notas en el cuaderno pero me canso pronto porque es difícil hacer un esquema del esquema que me ofrecen en la presentación. Escucharlo es como pasear por un edificio en el que solo hubieran levantado las columnas. Vuelvo a la luz, que parece haber reaccionado a mi falta de interés por lo que escucho y que ahora se ofrece con esa tranquila intensidad del atardecer.

Trato de regresar a la exposición. Apenas hay sitios vacíos. “Todo”, dice, “es cuestión de oferta y demanda”. Ahí está de nuevo la famosa ley con esa simplicidad que debería resultar sospechosa. Hemos caminado hacia atrás para, disimuladamente, dar como punto de llegada el de partida. No me importa porque, quizás para compensar, la luz va ganando en urgencia. Ya no mantiene las distancias y se convierte en una invitación a que salga. 

Me imagino todas las callejuelas del barrio de La Latina con los contrastes destacados. Podría empezar por el Palacio Real y después perderme un rato siguiendo esa luz por los objetos que me vaya encontrando para ver si los instala ya en la primavera. Si tengo suerte, hasta podría pasearme por algunas zonas como si las descubriera. Espero a que llegue el turno de preguntas para marcharme sin hacer ruido : salgo de la clase por la puerta pero hace ya unos minutos que he saltado por la ventana.  

miércoles, 3 de abril de 2013

El fotógrafo de Iwo Jima




El fotógrafo de Iwo Jima : Mi hermano me escribe : “Me rajo…Estoy pluffffff”. También los socios tenemos momentos de flacidez madridista. Esa imagen que se desprende de la prensa de fidelidad total, como si durante veinticuatro horas hubiera que estar dispuesto a ser uno de esos soldados que alzan la bandera en Iwo Jima, es falsa. Hay veces que la bandera blanca no se levanta y uno busca cualquier excusa para justificarse : la lluvia, los deberes de los niños, el cansancio, un tema del trabajo. Todos lo hemos hecho, pidiendo la complicidad de otro madridista en la única confesión en la que continúo creyendo y de la que deseo salir perdonado para seguir siendo blanco. Hoy, por ejemplo, admito como excusa ese pluf con seis efes, seis, que representan el sonido que el sofá emite cuando uno se deja caer en él.

Yo sí me animo a ir aunque no tenga la determinación del soldado convencido. Mi interés es hoy más secundario, atento a esos detalles que forman el encofrado de un partido y que, por personales e irrelevantes, tampoco aparecen en la prensa, para la que los prolegómenos no interesan y el fútbol es, básicamente, penetración. No niego que hay veces que yo también comparto esa filosofía directa, pero hoy me atrae el camino que recorre la costa y no la autovía que lleva al titular.

Necesito ese trayecto en metro, con las primeras bufandas; fijarme en los padres que van con sus hijos; mezclarme con el grupo que asciende ordenadamente por las escaleras mecánicas hacia el estadio; pegarme a una conversación aquí, a otra allá; detenerme en esa luz que ilumina el cartel de la estación “Santiago Bernabéu”, en el arranque suave de una noche sin frío; mirar las luces de los puestos con los artículos del Madrid; pararme frente a las bolsas de plástico con dulces junto a construcciones de botellas de refrescos; percibir el olor de los caballos de la policía, quietos junto al vomitorio; esquivar a la gente que se cruza precipitadamente conmigo; sumergirme en ese murmullo que se genera en los alrededores y que va entrando en el estadio; meter la mano en el bolsillo y sentir ahí el abono; necesito todo esto y, sobre todo, ver cómo la luz del control se pone verde y me permite acceder al estadio para ser parte del encuentro.

Luego el partido puede ser algo decepcionante, como el de hoy frente al Galatasaray, para el que nos habíamos preparado demasiado, temiendo una carrera entre rocas, y que finalmente es un paseo por la playa que provoca que el turco que tengo sentado a mi lado ya no aparezca en la segunda parte. No importa. Todo partido tiene su momento, muchas veces lejos del césped, y hoy no se me escapa : cuando los hinchas turcos encienden sus bengalas, cubriendo de humo toda la zona en la que están, los tres hombres de la cofradía de la ginebra, que se toman su copa en vaso de plástico delante de mí, agitan en respuesta los hielos con un suave movimiento de muñeca. Ahí está el partido y su crónica.

martes, 2 de abril de 2013

Betadine en la playa




Betadine en la playa : Madurar también es traducir algunas de tus canciones favoritas y descubrir en ellas la misma capa de moho que en la olvidada lata de tomate de la nevera. El saber te hará libre, pero en ese momento te provoca cierta vergüenza ajena y la sensación de que alguien te ha engañado : tantos años tarareando esa estupidez. Madurar un poco más es decidir, tras cuatro traducciones fallidas, que es mejor dejar las cosas como están.

Razón ésta por la que no leo las instrucciones de las medicinas que ya son como de la familia. Temo que, al estudiarme el prospecto, descubra que su alcance no sea tan amplio como yo lo imagino: capaz incluso de alargarte la vida si piensas en ello cada vez que te tomas una cucharada. Dalsy, Aspirina, Betadine o Mucosan son parte de la alineación que siempre convoco mentalmente para saber que puedo golear a cualquier tosecilla, décima de fiebre o dolor de cabeza que se asome por el túnel de vestuarios. Con ellas siempre juego en casa

Esta tarde, la pequeña costra de la rodilla de Lucia (auténtica medalla al valor) supura un poco. Nada grave. Como tener enfrente al Galatasaray : dan más miedo sus hinchas, representados por las quejas de Lucía, que el propio equipo. Sin pensar, cojo un poco de algodón, abro el Betadine, echo un buen chorro, como si aliñara una ensalada, y me dispongo a aplicarlo a la herida. Al primer roce, los hinchas encienden las bengalas. Lucía grita. Lucía dice, no,no,no,no. Lucía deja caer unos lagrimones que servirían de inspiración a algunas tallas religiosas. Miro el bote y se lo enseño a Lucía, como si fuera la placa del agente del FBI capaz de poner orden en una estampida de bisontes.

Betadine, le digo.

Lucía dice no,no,no y no. Ver llorar a una piedra me impresionaría menos. Entonces me fijo en el bote con ojos de traductor y me doy cuenta de que es feo, de que su tapa no encaja bien, que parece el diseño de uno de esos componentes que se le echa al motor. Y, lo más evidente, que es rojo, que tiene un color que, que no sé, que bueno, que supongo que a un niño le tiene que dar el mismo miedo que a un adulto Jack Nicholson acercándose con un hacha por un pasillo. No soy yo quién para discutir la estrategia de los de marketing, pero para mí que la letra de esta canción tampoco es buena.

Me quedo con el algodón en la mano y lo aplico muy suavemente, tan suavemente que me parece que ni rozo la herida. Así voy ganando tiempo. Soy el hombre que susurraba a las costras. Trato de detener el tiempo, de frenar las lágrimas, de dar con algo que me permita seguir defendiendo al Betadine. Lo encuentro al pronunciar su nombre de personaje de película francesa con historia intrascendente y fondo denso. Una medicina con este nombre, última trinchera desde la que la protejo, tiene que ser buena. La propia herida en la rodilla también es algo francés. Y me da por creerme esta interpretación de lo francés como leve, como ligero, como si en vez  estar en el cuarto de baño nos encontráramos en una playa con una tranquila brisa, que agitara flequillos e hiciera temblar las faldas. Noto cómo esa brisa pasa entre la herida y el algodón. Al tercer intento logro rozar la herida sin que se Lucía queje.  

lunes, 1 de abril de 2013

La altura máxima




La altura máxima : Hace días que me levanto con la misma ilusión que el bote de pan rallado de la cocina  : a los dos nos espera una jornada con pocas novedades. Cosas del hombre del siglo XXI, de la alienación, de la desorientación del yo, me digo. Y me rasco el cuello y me meto en la ducha.
            
Esta mañana, sin embargo, los tres bocadillos envueltos en papel de aluminio que veo en la cocina me recuerdan que vamos a pasar el día en el zoo. El plan es lo suficientemente bueno como para que el agujero negro en el que a veces se convierte parte de mi yo pierda interés en tragarse a la otra parte en un duelo metafísico en el que peleo contra mí mismo como si tal cosa, tomándome tranquilamente un zumo de naranja y metiendo una taza de leche en el microondas. Hoy me trago la palabra zoo y noto cómo cae, efervescente, en el agujero negro y lo cierra.
            
Ir al zoo un lunes por la mañana es práctico (no hay casi nadie) pero resulta un poco triste (no hay casi nadie). Además, me planteo mientras pago, es posible que a los animales les den el día libre. La idea me inquieta porque en el zoo los niños adquieren la mayoría de edad con ocho años y hoy me toca pagar por ellos como adultos. Por esa cantidad, no sé si sería mejor alquilar al gorila y tenerlo en casa una semana.
            
Tonterías. El dinero que cuesta. Que sea lunes. El cielo gris. Todo esto son tonterías cuando un niño de ocho años tiene delante un día de zoo y animales. Con Daniel a mi lado tengo la prueba. Va de un animal a otro con el mismo interés : no discrimina por tamaño o grado de exotismo. Vale tanto la tortuga como el chinche asesino. Su curiosidad es una vela desplegada que lo lleva a todas partes. La mía, compruebo, está hecha a base de jirones : por eso me cuesta tanto seguir su ritmo y acercarme a mirar cada vez que me llama para compartir conmigo un “ahí va”. Y son decenas de “ahí va”. Lo veo y me recuerda a esos expositores repletos de caramelos de las tiendas de chucherías.
            
Si en el Parque de Atracciones hay un metro para señalar la altura mínima que permite el uso de una atracción, en el zoo esa misma medida es la máxima que te asegura que todos los animales guarden dentro la perla de lo fascinante. Me pego a Daniel para intentar ver lo que él ve. A veces se me nota el esfuerzo y, aunque tenga delante el animal, lo que es parece alejarse, dejándome frente a otro animal : el que ya traía conmigo al venir al zoo. Me paso un buen rato viendo fantasmas, perdida la batalla.
            
“Ahí va”. Vuelve a decirme. Y vuelvo a acercarme para leer las explicaciones que se ofrecen en pequeños paneles como apoyo al visitante al que su mirada no le dice mucho. En esto soy meticuloso y Daniel se queda unos segundos como agradecimiento por estar ahí y como señal de respeto ante los adultos, que parecen insensibles a todo lo que se ofrece por todas partes.

Y todo lo vemos con cuidado hasta que el cielo se rompe y empieza a caer una lluvia que aleja el sol pero acerca a la jungla, borrando el nombre del día, el de la ciudad. Es una lluvia tan fuerte que cuando termina los animales parecen estar algo más libres en un entorno menos urbano en el que los olores han perdido su capa de polvo.
            
Estamos ya agotados. Poco nos dejamos de un inventario casi completo. Daniel insiste en entrar en la tienda de recuerdos y yo le sigo. Se dedica a curiosear. Yo me acerco a la chica que cobra y me quedo mirándola. Me fijo en ella y con la vista busco el cartel que explique qué come, cómo se reproduce, si es especie amenazada y si caza en grupo o va por libre. La chica me indica con un gesto de los hombros que no entiende muy bien qué me pasa. Yo tampoco, ciertamente, pero si sé que si me desatornillara la cabeza y metiera la mano dentro, sacaría, entre un montón de pan rallado, un par de caramelos de colores.