martes, 29 de octubre de 2013

El email es cosa de adultos




El email es cosa de adultos : No seguí el consejo de María y en la lista de la clase de Daniel puse mi dirección de correo electrónico en vez de la suya. Pensaba que daba igual y lo seguí pensando todo el tiempo que la bandeja estuvo en silencio, como si en esta historia no fuera a haber un hasta que. Hasta que, claro, se empezó a organizar el primer cumpleaños y algunas mañanas podía percibir, lentamente, cómo el suelo comenzaba a temblar con una estampida de mensajes que, ya desde lejos, levantaban nubes de arena en el teclado. Seguía pensando que no sería para tanto. ¿Quién no ha tenido un día complicado en el que se cruzan los mails y ha salido vivo?. Nada a lo que no pudiera hacer frente, pensaba, que a veces pensar es la mejor forma de actuar irracionalmente. Y un buen día, por fin, señales hasta entonces dispersas se acumularon. El agua vibraba. Los tubos fosforescentes se agitaban y parpadeaban. Los lapiceros se movían hacia los bordes de las mesas. El ratón daba pequeños saltos. El cursor avanzaba tres, cuatro posiciones, tres. El Excel se cerró. La papelera se cayó y derramó algunos archivos sobre el fondo del escritorio. El cristal de la pantalla hizo clac y un pequeño hilo se dejó caer desde una esquina. Súbitamente, el silencio. El silencio, como el margen ancho en un libro de poesía. Solo un mail con el texto “cumpleaños”, que se quedó en negrita en la primera línea de la bandeja. Todo se calmó y el margen se ensanchó. Nada que temer: una gota no hace lluvia. Pero a los pocos segundos una de las madres que estaba en copia contestó a todas. A ese comentario siguió otra respuesta y después otra. Y otra. Y otra. Comenzó un diálogo de palomitas en el microondas que a las pocas horas ya me había desbordado. Guardaba mi turno, pero ese huracán de mails cobró tanta fuerza que ya me resultó imposible hacer cualquier comentario. Me quedé fuera. El huracán se llevó mi orgullo y me dejó con la vergüenza intacta. De vez en cuando leía algún mail para saber de qué se hablaba, pero era necesario haber seguido toda la historia. La vergüenza y la humillación. Traté de recuperar toda la información posible para cuando María acabara enterándose de la organización y quisiera saber dónde se celebraba, cuánto costaba, qué niños estaban invitados. Esas cosas. Lo intenté varias veces, pero cuando me asomaba tenía la impresión no de estar en un capítulo nuevo, sino de haber saltado de temporada. Y poco a poco me fui alejando hasta que una tarde, como si no pasara nada, María me preguntó por el cumpleaños. Y sin decir mucho, qué iba a decir (en los bolsillo solo tenía una colección de peros inútiles como tiques de aparcamiento), arrié la bandera con mi dirección de email y la cambié por la suya, concediéndole de nuevo poder en la plaza.

Esta tarde veo una invitación a una fiesta de Hallooween en la mesa del salón. La leo desde lejos. No me atrevo ni a tocarla. El huracán tampoco me ha devuelto el amor propio.

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