domingo, 20 de octubre de 2013

Nervios en el cine



Nervios en el cine: Sinceramente, la película me da igual. Pago por todo lo que la rodea : el camino en el coche (ajustando la velocidad para llegar en el instante justo); el momento en el que digo “ah, mira, un hueco” y coloco el intermitente para decirle al de atrás, educadamente, que se joda, que ahí lo voy a dejar yo y Daniel hace clic con su cinturón al quitárselo; clic; la puerta al cerrarse, clac; el reloj que dice “bien chicos, pero no podemos dormirnos, que hay que hacer muchas cosas insignificantes pero imprescindibles, venga, pues, chicos”; esa mirada rápida a todos los carteles que anuncian futuros estrenos (que es la forma que tiene el cine de decir : yo estoy bien, no noto ni los síntomas de los Lido ni los de los Renoir de Cuatro Caminos); la penumbra del hall; el olor a palomitas; la disposición de todas las sesiones y ese instante en el que veo anunciada la nuestra; las cintas que señalan por dónde tenemos que avanzar (que me gustan porque me recuerdan a las de los aeropuertos); las cintas que señalan por dónde tenemos que avanzar porque no hay cola y las recorro con la sensación de ser importante; la pregunta de la chica que me atiende y sobre la que descansa el cine “¿centradas?”; Daniel que se marcha a ver algo y vuelve, que se marcha a ver otra cosa y vuelve, que se acerca y me dice “estoy nervioso” porque venir al cine le pone nervioso; los nervios de Daniel, joder, qué envidia; esa firma pequeña que hago en el pequeño recibo que me enseña la chica de las entradas; el gesto con el que guardo las entradas en la cartera; el gesto con el que compruebo que tengo un billete al lado para comprar las palomitas y el agua; Daniel, que va y que viene, que va y que viene y que me dice que claro que quiere palomitas; el movimiento preciso de la chica con gorra y coleta que con dos paletadas llena el envase de cartón con la cantidad exacta: una palomita más y todas caerían; el cuidado con el que Daniel coge las palomitas y empieza a andar con la atención de un desactivador de explosivos; el mensaje del cartel, que pasa del rojo de “espere” al verde de “pase”; la parada en el cuarto de baño, los dos meando a la vez en silencio; los dos lavándonos las manos; los dos secándonoslas en los pantalones; el camino de las escaleras, atentos a los brillantes números que señalan las filas; el cuidado con el que revisamos los respaldos de los asientos hasta dar con los nuestros, los mejores de la sala; los abrigos en el asiento libre; la botella de agua en su sitio; las palomitas intactas; Daniel en su sitio; yo en el mío. Sinceramente, la película me da igual. Si fuera por la película.

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