jueves, 22 de diciembre de 2011

El otro lado del cristal

"El banco central otorga a la banca 489.000 millones de financiación al 1% a tres años"

El dinero que sale del BCE debe ser estar crudo. Debe ser dinero de mayoristas al que solo puedes acceder si tu banco está podrido y en tus cajas fuertes únicamente hay polvo de ladrillo y un colchón en el que duerme, como un favor del director de la sucursal, algún promotor o contructor o presidente de equipo de fúbol que tiene que esconderse de los acreedores.
           
Los economistas de calculadora de oro sugieren que se abran las compuertas para que por las paredes de la presa empiece a fluir ese líquido en forma de billetes, monedas o falsas promesas que necesita el sistema para que la máquina empiece a girar, rueda tras rueda, deshaciendo con cada vuelta nuestro miedo, como trigo convirtiéndose en harina, harina que se lleva el viento.
           
Papá Noel, disfrazado de persona corriente, alejada de esas grandes decisiones macroeconómicas, hace la compra en uan tienda de juguetes a diez euros, ahorrando lo que puede para que el papel de envolver esté a al altura. El local, más tarde, podrá convertirse en una carnicería o una óptica o un taller en el que se mantenga el cartel de todo a diez. Es posible que también eche el cierre con unas cuantas cajas en las que queden los juguetes defectuosos, como fruta picada que nadie quiere.

La máquina del dinero se pone en marcha, como una caravana de camellos con la alforja bien dispuesta, pesada, con billetes calientes y llenos de valor, pero no hay que engañarse. No tienen como destino esa juguetería o ese taller o esa tienda. Van a pasar de largo por delante de todos nosotros. Para ellos no hay portal de Belén, ni hipoteca, ni deuda, ni préstamo. Puedes ver el inerminable desfile desde la grada, aplaudiendo cada vuelta del Ferrari al que jamás vas a poder acercarte. Todos salen de la puerta de un gran banco y entran por la de atrás de bancos en los que no se abren las ventanas desde hace mucho tiempo para que no se extienda por al calle ese olor a calderilla podrida que se pega a todo : a la cartera del director, al móvil de la cajera, a los carteles que anuncian un gran plan de pensiones, a la pistola de guarda de seguridad o a la bayeta de la chica de la limpieza que quita con desgana el polvo de los monitores.

Todo lo que deciden esos economistas de muelas de mármol y cifras perfectas, brillantes y afiladas como cuchillos recién estrenados, es para que ese olor a podrido no llegue a la calle y todos formemos colas en los bancos para calmar nuestro miedo con nuestros ahorros encima de la mesa. Esta operación de 489.000 millones, de contundente titular de National Geographic, es un movimiento de ajuste del que ni tú ni yo vamos a ver nada. Son noticias de un país lejano en el que las leyes funcionan de otra manera y al que no te van a dejar pasar colocando un técnico de jerga exacta y compleja a la puerta para que, al hacerte un par de preguntas, tu propia ignorancia te haga volver a casa sin ninguna queja, convirtiendo lo que quería ser un estudio completo de la situación en un triste paseo alrededor a la manzana que se termina cuando el perro que llevas se hace pis en tus zapatos.

Te dan el titular para que veas los pasteles desde el otro lado del cristal, la nariz pegada, pero jamás nadie te va a entregar un diccionario para que lo entiendas. Tú solo tienes que levantarse y seguir creyendo que esto se va a arreglar y que lo que han montado en el piso de arriba, desde el que llegan las risas de mujeres entregadas y hombres que ya se han quitado la corbata, se quedará arriba y que tú tienes que obedecer y llegado el momento ponerte el pijama y marcharte a la cama para que el cansancio no te impida volver a levantarte para preparar el desayuno en una cocina en la que es posible que te encuentre con uno de esos hombres o esas mujeres abriendo la nevera para picar algo, que la fiesta se alargó.

Supón, por un momento, que ese dinero se acercara a ti, que fuera como una inmensa y tranquila marea cuyas olas ya rozaran tus pies y que bastara con acercarte a una sucursal del propio BCE y pedir una parte de ese crédito al uno por ciento, sin intermediarios, sin grasa, sin discursos, sin avales. Una simple petición atendida por un hombre que anota tu pedido y lo pasa a la cocina para que, pasados unos minutos, alguien te engregue esa seguridad que ofrece unos cuantos billetes por estrenar. ¿Por qué no lo hacen así?

Puedes preguntártelo todas las veces que quieras, pero esa película no tiene subtítulos. Dale vueltas al tema, que será lo único que puedas hacer. Tal vez es que ese dinero, como decía, esté crudo o sea como la carne del pez globo que hay que saber cocinar antes de que tú la pruebes. Quizás es que ese dinero tan puro pueda ser perjudicial si lo tocas y antes haya que rebajarlo en la sucursal de tu banco, donde se quedará poco tiempo porque, realmente, el dinero se pone nervioso y tiene sus propios instintos y olfatea rastros interesantes que nunca le van a llevar a tu casa, o a la cartera de ese falso Papá Noel, o a la del empresario que no cobra sus ventas o a la del tipo que lleva varios meses sin ingresar sus nóminas, comprobando que el vacío pesa y que cada vez pesa más.
           
Ríndete y ve a lo concreto. Mira. El pelo de Lucía, al aclararlo, cae sobre su espalda de forma perfecta y elegante, pegándose a la piel. Tiene la cabeza un poco hacia atrás, los ojos cerrados, para que no le entre espuma. Vuelvo a echarle agua por la cabeza aunque ya no la necesita, para quedarme un rato más viendo su pelo. Si le dijera que tiene un pelo bonito se quejaría. Ahora está en la fase en la que se enfada con cada halago que le digo, así que lo pienso y no digo nada. Como la cena ya está lista, tampoco hay prisa. Es la primera en salir porque a Daniel le gusta quedarse un rato más inventando juegos con los animales que rodean la bañera.

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