sábado, 28 de julio de 2012

El día que los Rolling fueron teloneros



El día que los Rolling fueron teloneros : Se colocan las mesas en el garaje, se cubren con manteles de papel y se sirve una serie de entrantes como si no existiera el mañana. Parece que quisieran acabar con el último rastro de hambre del pasado, como el que recorre la casa con un zapato para acabar con la última hormiga aunque haga años que no se ve una por los suelos.

La comida adquiere así un punto de clandestinidad que le da su encanto. Nos escondemos de un sol que es capaz de derretirle las plumas a los pájaros y de dejar fijas las sombras en las paredes blancas como quemaduras de plancha. Aquí, protegidos, los veinte vamos ocupando nuestro sitio mientras los cocineros van preparando una paella con un ritual casi religioso que mantiene alejados a los profanos : son tantos los años de dedicación que se piden para poder coger la espumadera que al ver el proceso conviene mantenerse en silencio.

Los primeros en comer son los niños, a los que se sienta en su propia mesa. Es una mesa roja, de plástico, que utilizan normalmente para dibujar. Sobre ella se han colocado unos platos y unos vasos de plástico. Los adultos les van llevando comida de los platos de la mesa grande. Empanadillas. Ensaladilla rusa. Empanada. Chorizo. Aceitunas. Antes de volver, acarician el pelo de alguno de ellos, revuelto, con olor a cloro. Todo ese desfile tiene algo de rito de ofrenda a la juventud, a unos pequeños dioses descalzos y en bañador y que se comen lo que les van colocando delante.  Que la persona más anciana esté en el extremo opuesto de la mesa la de más significado a la escena.

Los adultos seguimos con los entrantes, colocando los corchos de las botellas uno junto al otro. Está el bando de los del vino tinto y los del vino blanco. El de las mujeres y los hombres. El de los que fuman y los que no. La conversación suele empezar en la zona de las mujeres y después recorre toda la mesa para regresar de nuevo a ellas. Ellas ponen el titular y los hombres el pie de página.

Ese mismo enfrentamiento existe entre los platos de los entrantes y la paella. Se puede decir que unos crean la columna y otros esculpen las hojas del capitel. Los sacerdotes de la paella van y vienen, comprobando el agua, el fuego, el toque del arroz. Son ellos los que deciden cuándo apagar el fuego y el tiempo que tiene que reposar el arroz. Lo demás esperamos con los platos ya vacíos y apenas sin hambre porque empezar así la comida es como sacar a los Rolling de teloneros. Pero así es el pueblo.

Por fin los sacerdotes dan el visto bueno. Enseñan la paella como si fuera una inmensa medalla de arroz que les hubieran dado. Tiene  buena pinta. Para seguir con este aire de clandestinidad, se decide que todos acudamos con nuestros platos a servirnos directamente. Perfecto. Antes, claro, se les ofrece los primeros platos a los niños, que ya andan con los nervios en las piernas, corriendo de un lado a otro.

El arroz está bueno, como siempre. Que conservando las reglas se siga obteniendo el mismo resultado es algo que tranquiliza, como saber que el sol saldrá por el este y se pondrá por el oeste. Y, bien mirado, la propia paella también puede verse como un sol hecho a base de granos que nos vamos comiendo como venganza o como forma de quedarnos con su fuerza. ¿Todas estas interpretaciones tienen que ver con el vino? Sí : los corchos se van juntando como las partes de un puente que uniera lo lógico con lo absurdo.

Y ese trayecto no lo hago sólo yo. El arroz ya se acaba y la conversación ahora tiene un punto surrealista perfecto : se monta una comida para llegar aquí. Se mezclan los temas como los libros en una tienda de segunda mano. Cómo se presentó uno a su primera cita, la ropa que se llevaba entonces, las distintas técnicas para hacer una lavativa, las ventajas de un coche sobre otro. Lo mejor es subirse a una copa de vino y escuchar desde ahí arriba.

Es el momento en el que uno descubre que la vida antes era más difícil, pero que ofrecía más cosas que contar. Ahora todo camina sobre una rutina que ofrece historias sin textura ni sabor, como la fruta que compramos. Por mucho que se busque, no aparece nada relevante que aportar, lo que es una forma de derrota.

Los sacerdotes cocineros, terminada la discusión sobre la paella, se enfrentan ahora por el asiento del coche. Uno dice que es mejor colocar el asiento así para que no dé el sol. El otro dice que no. Su discusión es tan violenta que los demás nos quedamos callados, escuchando.

-Tú lo que tienes que hacer es apretar el culo y ponerte así – grita uno.

En ese silencio, en el que se va desarrollando la carcajada que, como un tsunami femenino, va a arrasar con todo, me siento un poco avergonzado de ser hombre. Solo un poco. 

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