jueves, 30 de agosto de 2012

De Sicilia, al cielo




De Sicilia, al cielo : “Sapori di Sicilia” es un restaurante italiano situado en la calle Francisco Ricci, pintor del Barroco e hijo de un artista italiano que llegó a España. Nadie se fija en estas cosas, pero la calle ya sugiere términos como emigración, viaje, cultura, intercambio y, claro, italiano. Llegamos tan pronto que podemos elegir cualquier mesa, excepto la de la cocina en la que trabajan. El camarero nos sugiere una que para él es la mejor y que no desvelaré aquí.

El camarero es doblemente italiano, y eso me gusta. Por mucho que haya gente en, pongamos, El Burgo de Osma, que haga buenas pizzas, lo italiano, por sí mismo, tiene que ser un ingrediente más de una comida. No es una observación científica, más bien sentimental, pero si empezamos a separar las cocinas de sus raíces acabaremos con la civilización, seguro, viviendo en cuevas y gruñendo para comunicarnos : no me cabe duda. Italiano, decía, por su acento e italiano, de nuevo, por la forma en la que nos anuncia que va a bajar la luz para que el entorno sea más romántico. Mentalmente anoto la obligación de recordar en el RAE qué quería decir romántico.

El local está decorado con ciertas premisas estéticas que Francisco Ricci seguramente no aprobaría. Yo tampoco lo hago porque creo que rebaja las expectativas de la comida. Pizza cuatro quesos y espaguetis boloñesa. Eso pienso poco tiempo porque tan pronto abro la carta de vinos y veo una selección amplia de marcas italianas, lo que Ricci piense de la decoración me da igual. Este sitio va en serio. Y cuando paso a leer los platos, mi alianza estética con Ricci vuela por los aires : qué más da la decoración.

Todo lo que leo me apetece porque tengo la impresión de encontrarme frente al texto original del que muchos falsos restaurantes italianos hacen una mala traducción. No nos engañemos : en el fondo buscamos cierto tipo de viaje con la comida extranjera que muchas veces nos deja en el mismo sitio. Es el famoso “efecto noria” gastronómico que nadie conoce porque acabo de bautizarlo ahora mismo. Aquí, a través del menú, me asomo a un paisaje siciliano, como hacía Leolo desde la ventana de su piso en Montreal.

Lo quiero todo, decía, y el camarero no ayuda a mejorar las cosas con las sugerencias que, anunciadas con ese fino acento italiano y una pasión reconfortante, brillan como un perfume navideño en las manos de una modelo. Voy a comerme Sicilia entera. Y si se presenta la modelo, también.

Finalmente, por cuestiones físicas, elegimos una Burrata tartufata, un plato de pasta con bogavante y otro con distintos quesos. La burrata, con un fino chorro de aceite, me recuerda que yo debería haber nacido en Italia. El plato de pasta con bogavante resulta ser de bogavante con pasta. El de la pasta fresca con tomate y queso podría lograr que perdonara a Materazzi por su cabezazo a ZIdane. El vino va uniendo platos y conversación.

Poco a poco nos vamos acercando a Sicilia. Es evidente. Basta con seguir las indicaciones de los largos trozos de pasta para evitar al minotauro creado por la crisis, por el IVA que subirá pronto, por el final de las vacaciones y, sobre todo, por el adiós a un mes en el que es fácil aparcar en Madrid, y salir del laberinto y acercarse a la costa de Taormina, con ese teatro con el que soñaba Leolo. Cuando ya nos sabe cerca de su tierra, el cocinero sale a preguntar cómo va todo y a darnos la bienvenida. Todo va muy bien le decimos. ¡Bien!, dice él, un hombre al que, es evidente, le sobran las exclamaciones. ¡Habéis tenido suerte!. ¡Mucha suerte!. ¡Hoy todo era fresco!. ¡Y eso se nota en los platos!. ¡Los hago con pasión!. ¡Cocino con pasión!

¡Vaya recibimiento!. Se está bien en Sicilia. De la cocina (el restaurante es pequeño) llegan risas y conversaciones en italiano. En el móvil suenan los mensajes de bienvenida de las operadoras italianas. El aire es húmedo, pero no importa, porque anuncia que el mar está cerca. Podríamos coger un coche en Palermo y recorrer la isla. Visitar Agrigento, recorrer las playas, tomar atún.

Hacemos ese tipo de plan fantástico que tiene como combustible una buena comida aunque sabemos que no tenemos todo el tiempo. Nuestro paseo por la isla es corto pero aprovechado. Intentamos estirarlo un poco pidiendo un postre y bebiendo a cortos sorbos el limoncello, suave, tan distinto del que normalmente tomamos, pero hay que regresar. Poco a poco voy abandonando la fase de la felicidad y, cuando nos traen la cuenta, entro de la de la envidia por todos aquellos que siguen comiendo y, sobre todo, por la pareja que entra ahora para cenar. Afortunados cabrones.

El precio está por encima de la decoración del local y por debajo del nivel de la comida. Una vez pagado, el recibo se convierte en el documento que entregas en la aduana al regresar. Se acaba el viaje, se termina la velada. Afuera, ya, un Madrid al que le queda un rayo de Agosto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario