miércoles, 15 de agosto de 2012

Sombras luminosas




Sombras luminosas : Voy a la exposición de Hopper y soy muy aplicado. Alquilo la audio guía y recorro las salas deteniéndome ahí donde aparece el símbolo de los auriculares. Hay siete millones de personas conmigo a pesar de que son las diez de la mañana de un día de fiesta.

El problema de Hopper es su éxito : que ya te lo sabes. América a principio del XX, casas con tejados a dos aguas, habitaciones de hoteles, ciudades vacías, farolas iluminadas, ventanas sin visillos, camas desechas, hombres que leen el periódico, maletas cerradas, atardeceres en los que se combinan la luz natural y la artificial, amaneceres silenciosos, gasolineras sin coches, , sombras alargadas, noches de ventanas negras, mujeres que reciben el sol en su cara y sus conexiones con Hitchcock Sam Spade, Walker Evans, Wim Wenders, Walt Whitman, Robert Frost, Renoir, Pisarro, Sisley, Frank Sinatra y Degas, por citar algunos nombres. Y la soledad, claro.

Me propongo salir de la teoría académica de la soledad y todo lo demás para crearme una propia, que es lo que importa. Si uno se cae, se levanta.

Dicho y hecho : tomando como base esta exposición y los dieciséis cuadros comentados, creo que Hopper se pasó su vida persiguiendo lo mismo : ese instante de cambio (la luz del atardecer, la gasolinera en la que no pasa nadie, la pareja que ve correr a su perro por el campo) en el que los objetos, incluida la luz, influyen en las personas haciendo de ellas lo que son, quizás por pasar por un momento vulnerable y ser más receptivas. El mundo sigue su curso, pero en ese período de transición, sin interés por el pasado o el futuro, dejamos que los objetos sean : una sábana en una cama, unas telas en una mesa, un papel en el suelo o un visillo en una ventana.

Esa presencia de los objetos, repleta de sentido, influyendo en nosotros, la hemos experimentado todos alguna vez y por eso nos gusta que Hopper nos lo cuente de nuevo y nos sugiera escenas en las que sentiríamos lo mismo. Dependemos del entorno mucho más de lo que creemos y si somos un poco receptivos podremos ver que todo parece estar ahí para algo. Cierta calma debajo de las olas.

Para llegar a esta conclusión necesito dos horas y pico y un recorrido lento. Esa es la parte de Hopper que me gusta.

Lo que no me gusta ya tanto es lo que Hopper hace con las personas en esos instantes. Por lo general, todos aparecen desorientados, ensimismados, vencidos. El mensaje de Hopper parece ser “si te paras un momento, te darás cuenta de que no sabes muy bien qué estás haciendo con tu vida”. No hay gente plena, o sonriente o con energía. Me parece el punto de vista de un quinceañero que haya leído un par de novelas existencialistas. En las camas de Hopper parece que sólo duerme gente enferma. En sus cines sólo importa la acomodadora que espera a que la película termine. En las estaciones de servicio, que no aparezca ningún coche. No es una visión nada optimista, pero el contraste con los colores que utiliza es un recurso que parece funcionarle.

Tengo la impresión de que Hopper es un autor que te gusta durante un periodo de tu vida y al que vas dejando un poco de lado cuando te empiezas a tomar menos en serio ese trasfondo de pesimismo que se quiere defender en la vida. Que sí, que nos vamos a morir, que envejecemos y todo eso y que vivimos incomunicados y que la relación con el otro es imposible y que siempre te toca la cola con la cajera más incompetente. Eso lo hemos entendido. Pero dibujar una fiesta al atardecer, con gente bebiendo y sonriendo, también hubiera sido un motivo para celebrar esa luz que tanto le gustaba y de la que aprendió en su etapa en Francia : “todo reflejaba la luz, hasta las sombras eran luminosas”. Pues eso, hombre. 

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