miércoles, 30 de mayo de 2012

Economía prehistórica



Economía prehistórica : Esta debe ser la retaguardia de la guerra los activos tóxicos. Tan lejana del campo de batalla que podría pasar por la recepción de un dentista o el mostrador de una joyería. Tan limpio está todo que no me sorprendería que de la puerta del fondo saliera un cirujano.

-Vamos a aprovechar que todo está tan desinfectado para abrir y ver si hay algo que cortar.

El cirujano es una chica que me saluda como si se hubiera levantando de la cama esperando un encuentro como éste. Es mentira pero no me importa : también el sabor de los yogures es artificial y sigo prefiriendo los de coco. Le entrego el impuesto del coche y el DNI. El plazo termina mañana pero pago hay para que no piensen que lo he dejado para última hora.

A la chica sólo le lleva unos segundos teclear algo con una mano, con la despreocupación del que prueba un piano sin saber tocar. Después, pensando en otras cosas, mete una hoja en la impresora, que corta una fina loncha de mi cuenta. La impresora es silenciosa, la chica es silenciosa, todos los folletos están perfectamente ordenados. Así, es normal que uno no se dé cuenta de que un banco tiene una fuga. Hace falta tener buen oído y eso escasea, que somos la generación de OT. La chica recoge la hoja y realiza una firma enérgica que habrían subrayado muy bien unas cuantas pulseras.

-Ya está – me dice.

Ha sido rápida esta parada en boxes y se la ve satisfecha de haberme robado tan poco tiempo. Sí que ha sido eficiente, mucho, pero hay veces en las que no todo es rapidez y que hasta Fernando Alonso necesita, más que un cambio de ruedas, un rato de charla. No sé si tampoco es charla lo que yo quiero.

Se trata de que he hecho números, en una hoja y a lápiz, que es como se hacen las cuentas de verdad sobre las cosas que importan (esa camarera del domingo en el bar de Burgos, por ejemplo) y he descubierto que para pagar este impuesto tengo que trabajar dos días. Lo de trabajar es un resumen de todas las acciones que empiezan a las seis de la mañana y terminan a las doce. Mucho tiempo.

Así que la esencia del trueque, el origen al que nos empujan los bancos, es que yo entrego dos días como sacas repletas, con minutos contantes y sonantes, y ella me tiende tres minutos finos como el papel que envuelve a los bombones. No me parece justo, pero no soy capaz de exponérselo en ese momento con la precisión con la que ahora lo escribo, lo que demuestra por qué al escribir se consigue poner un poco de orden. Un orden inútil y a destiempo, pero orden.

Coloco el DNI en la cartera tomándome mi tiempo. También, para compensar, pienso en meterme los caramelos en el bolsillo y en llevarme los folletos y hasta el poster con el anuncio de unos pisos a muy, muy buen precio, para ponerlo en el salón. Reviso el documento que me ha dado y leo la letra pequeña de la letra pequeña y hasta me fijo en su firma, como si fuera en grafólogo experto (no sabría distinguir una firma de verdad del garabato que se hace para que el boli que encontramos al fondo del cajón en la casa de verano pinte). Podría, ya puestos, preguntarle qué quieren decir con lo de inyectar dinero. Antes se prestaba o se regalaba. ¿Por qué se inyecta ahora? ¿Qué quiere decir? ¿Duele?

-Ya está – vuelve a decirme. Suena exactamente igual que la primera vez, sin una diferencia de matiz en la que se esconda la prisa o el reproche.

Pienso que tengo que decirle algo, tengo que. La entrada de la mujer de la limpieza, a la que saluda la chica, corta por la mitad mi pensamiento. Camina despacio. Se mete en el cuarto en el que me imaginé al cirujano escondido. Se escucha el ruido del agua llenado un cubo. En ese momento de distracción, la chica vuelve a su ordenador y yo me encuentro fuera.

La cara que tengo entonces debe ser la del troglodita que Daniel dibuja mientras escribo. Este tipo de simbiosis entre padres e hijos es muy poco frecuente, pero cuando se producen son porque sí. No hay que darle más vueltas. 

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