martes, 16 de julio de 2013

Océanos de vino




Océanos de vino : Me paso por la pequeña tienda a por una botella de vino. Cinco mesas, un expositor con productos para gourmets, otro enfrente con botellas de vino y, al fondo, una pequeña barra con una pizarra en la que se anuncian los tres vinos que se pueden tomar por copas.

Me pone de buen humor encontrarme delante de tantas botellas que no conozco con etiquetas y nombres que me atraen. Tanto por descubrir. Tanto trabajo de gente que ha hecho lo mejor que sabe para ofrecerlo aquí. Me he puesto diez euros como tope y descubro que hay muchas botellas que están por debajo de ese precio : lo contrario a lo que experimento en muchos restaurantes.

Apenas empiezo a mirar, se acerca un hombre mayor con barba blanca y cierta tranquilidad de movimientos, como si se le hubiera contagiado todo el reposo que esos vinos acumulan. Le digo que solo estoy mirando, pero debe haber algo en mi mirada, algo de lo que no soy consciente, que le anima a quedarse a mi lado para explicarme cómo están ordenados los vinos. Primero me explica cómo se agrupan las botellas, en un orden por denominación de origen similar al de los libros en las librerías. Pero eso no le parece suficiente, tal vez porque ha descubierto por mi forma de escuchar, de la que tampoco soy consciente, que lo que dice me interesa y que no tengo prisa. Vuelve entonces a la primera botella para hablarme de cada una de ellas. Cada una. Lo hace de una manera que consigue que no me sienta violento, que no me anime a cortarlo diciendo que solo tengo diez euros para pagarle su tiempo, que tampoco soy un entendido y que muchas de las cosas que me va a decir se me olvidarán dentro de unas cuantas horas. No habla para vender. Es el coleccionista orgulloso que muestra lo mejor que ha encontrado para compartirlo con los demás.

Escucho, asiento, pregunto. Recorremos toda España saltando de botella en botella, de bodega en bodega, de una en uva. Algunas requieren más tiempo, otras apenas unos segundos, pero en todos casos siempre aporta un dato decisivo. No está vendiendo una botella en particular : vende el vino.

Cuando termina llega el examen. Le pido un vino con cuerpo, con sabor, que sorprenda. Añado lo de los diez euros. Ha elogiado varios durante la explicación y ahora duda un poco, pero parece convencido cuando alarga el brazo y me ofrece un “Beryna” del 2010. Diez euros justos.

-La abres veinte minutos antes de beberla – me recomienda, como si fueran los cuidados de un animal especial.

Y eso hago. Como tenemos la nevera vacía, solo encuentro unos sobres con salmón. Recuerdo que el salmón casa bien con el vino tinto con poco tanino. Con eso me basta. No voy a mirar si éste tiene muchos o pocos. Ya está abierto, y el salmón en unos platos en la mesa del salón, cuando viene María. Le cuento mi tarde en la tienda como un prólogo. Cuando finalmente probamos el vino, la fuerza de su sabor, sin tonterías, y ese gusto final a miel en la boca reivindican al propio vino, claro, pero, sobre todo, a ese guía de pelo blanco y a sus horas de navegación por océanos de vino. Disfrutamos cada copa como si fuera la primera hasta que llegamos a la última. Deberíamos haberlo mimado como en una cata, pero nos fallan las formas.

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