lunes, 16 de diciembre de 2013

Dos cruasanes intactos



Dos cruasanes intactos : No tenemos mucha experiencia desayunando juntos y nos cuesta hacerlo al mismo ritmo. María y yo terminamos antes, mucho antes, de que Lucía le dé un bocado a su cruasán de jamón y queso, lo que hace más evidente esa indolencia con la que se enfrenta a su zumo, a su chocolate, a su plato. Quizás quiera retrasar el inicio de ese día que parece esperar a que los platos estén ya vacíos para arrancar. Esta demora podría marcar un terreno de nadie entre dos días para el que no existe nombre, ni urgencias, ni reglas, ni prisas. Esa zona en la que te puedes encontrar a gente buscando la inspiración, inmóvil con las manos en los bolsillos, o descansando con los pies metidos en el agua, o volviendo a la página de un libro para releer una frase, o levantando una palabra hacia el sol para ver en qué colores descompone la luz, o desmontando un reloj para perder metódicamente todas sus piezas, o bajando al sótano de los antepasados por la escalera de los apellidos, o apreciando el valor de esas sombras que no varían. Ahí todo lo que llega de fuera es rápidamente traducido a un lenguaje extraño. O es posible que se desintegre si lo que dices no tiene mucha importancia. Así que da igual que le diga cariño, venga, que todos hemos acabado, que hace un día muy bueno, que se enfría esto, que se calienta eso, que hay que desayunar. Cuando quiera, regresará de ese territorio al que no es difícil entrar: basta con fijarse en esas mesas puestas, en la luz que cae por los manteles, en los platos y las tazas ordenados para hacerlo.

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