martes, 24 de diciembre de 2013

Ni un trozo de césped libre




Ni un trozo de césped libre : Los entrenadores han vaciado sus banquillos, presionado a los médicos para que firmen partes de alta, han llamado a casa a las viejas glorias y subido a los chavales de las categorías inferiores para que no exista ningún hueco en el Carrefour en el que puedas moverte libremente sin que haya alguien que te marque y te ofrezca una muestra. Si la materia se puede reducir a los átomos que la componen, los artículos del Carrefour se pueden descomponer en su unidad mínima : la muestra.

La presión va funcionando y me voy llenando los bolsillos de muestras, la boca de aperitivos, la nariz de olores, el pelo de acondicionadores, anticaída, tintes y cremas para fijar el pelo que ya no tengo. Yo venía a imponer mi ritmo y veo que cada línea que atravieso me va desviando de mi objetivo, que solo es añadir un juego de la Wii a la lista de Papá Noel. Solo eso.

A mí lo que me gusta es moverme por el Carrefour cuando acaban de abrir y tener esa impresión de que todo se ha dispuesto para mí, como si fuera una infanta a la que le cerraran el Corte Inglés para hacer sus compras sin problemas. En esos momentos me creo un tipo importante con privilegios que no voy a utilizar, como el billete de un país exótico que jamás visitarás pero que queda bien en la cartera. El dependiente está ahí para orientarme, el gerente para asegurarse de que todo está en su sitio, la cajera, que habla de vacaciones con la de al lado, para cobrarme sin que tenga que esperar cola. Y, si quisiera, podría salir por una de esas puertas pintadas de azul que dan directamente al aparcamiento.

Hoy, en medio de esta avalancha de gente que aprovecha los últimos momentos para hacer la compra que se ha olvidado, me doy cuenta de que soy un don nadie. Soy una cifra de ésas con varios decimales que no sabes si redondear al alza o a la baja. Estoy a punto de desarrollar una tesis en ciento cuarenta caracteres sobre los males del consumismo para colgarla el twitter y acabar con ese picotazo de inteligencia con esta terrible estructura. Me queda energía para atacar también estos ritos que nos obligan a mostrar el amor con nuestras compras con otro tuit, pero en ese momento encuentro el juego que buscaba. Por un momento parece que no. Por un momento temo que todos a mi alrededor lleven uno guardado, como puñales alrededor de César, bajo sus capas para acabar con mi autoestima. Por un momento siento un cansancio que me desborda, el cansancio que toda la especie ha experimentado en una situación así. Pero no, busco con criterio y encuentro el juego.

El juego. Me reconcilio al instante con todo. Borro mentalmente los tuits. Y, elegantemente, voy esquivando a las chicas que ofrecen sus productos con ese giro con el que Zidane se llevaba el balón en un pase de baile que hacía parecer todo fácil. Vamos a por esta Nochebuena como si lleváramos el cinco tatuado en la espalda. 

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