jueves, 12 de diciembre de 2013

Nunca más de dos bombonas



Nunca más de dos bombonas : Para no retrasarnos en el viaje y ahorrar dinero, paramos en la primera gasolinera que encontramos una vez que descartamos la opción del restaurante en Huesca. No es una de las que se encuentran junto a la carretera, sino dentro de un pueblo en el que nos metemos un tanto desconfiados, temiendo que solo haya un surtidor y un mostrador con bolsas de patatas fritas.

La gasolinera es grande y nos permite elegir entre dos tipos de sándwiches. El hombre al que le entrego el billete no me dice nada al devolverme el cambio, como si recelara de alguien capaz de pagar tres euros por un sándwich por el que él no daría ni la mitad. Entro limpio y salgo con la carga de ser sospechoso de algo. Los efectos opuestos de un confesionario.

Pero ese sentimiento se borra pronto gracias al aire frío y limpio. El olor de la gasolina llega puro. Una hormigonera para a repostar. En una jaula con candado hay bombonas de butano con un cartel “Les informamos que por razones de seguridad únicamente está permitido cargar en vehículos particulares un máximo de dos botellas”. Veo una aspiradora con instrucciones, la tercera es “No aspirar objetos de tamaño superior a la medida de la boca”. Al lado, con pinta de llevar mucho tiempo rota, una máquina para limpiar las alfombrillas que en su momento a alguien le pareció una gran idea. Nos comemos los sándwiches tranquilamente, disfrutando de esa sensación del viaje que empieza. El conductor de la hormigonera le comenta al que le atiende que una de las cargas de hormigón salió mal, pero por el tono tranquilo con el que lo cuenta, parece que fuera algo con lo que hubiera que contar. También hay tiempo para mirar al suelo y fijarse en las rejas, en las que se lee “Fundicio ductil Benito-Manlleu”.

Los coches llegan y se marchan despacio.

Al lado de la tienda hay un cuarto con una pared cubierta de clasificadores y dos personas trabajando enfrente de su ordenador. Tienen una gran ventana hacia el exterior que no ocultan con ninguna cortina. Ahí dentro parecen vivir en ese eterno lunes de las tareas administrativas. Es mejor no verse desde fuera.

El hombre que me ha vendido los sándwiches sale a la calle, se pone las gafas y se fija en una bicicleta que alguien ha dejado junto a la pared. Es la mirada del que busca pistas. Se acerca su compañero, el que ha atendido a la hormigonera, y se une a ese silencio análitico.

También nosotros nos vamos despacio.

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