domingo, 25 de mayo de 2014

Lisboa en el espejo





Lisboa en el espejo : Antes acudía al Rastro a comprar las grabaciones en cintas pirata de los conciertos a los que había ido. Las encontraba en puestos con carátulas en blanco y negro que algún amante del trabajo bien hecho (los había), coloreaba para añadir al indudable valor cultural y emocional del objeto otro estético y así los tres, empujando, conseguían elevar la valía del objeto con el fin de compensar la baja (o nula) calidad sonora que la cinta registraba.

Hoy no queda nada de eso porque si el vídeo mató a la estrella de la radio, el mp3 ha eliminado cualquier vínculo con esos procesos artesanales, con esas mesas inestables, con esos aficionados que sabían que parte del encanto estaba en el trayecto, en despertarse pronto un domingo por la mañana con la esperanza de dar con ese concierto de Queen en el estadio del Rayo Vallecano y que la inmediatez de Internet ha suprimido sustituyéndola por un eterna insatisfacción a cien megas de velocidad.

El Rastro ya no es lo que era y no sé si la culpa la tienen esos municipales que van pidiendo permisos y papeles y documentos a los dueños de los puestos. Permisos, papeles y documentos que entiendo, porque los impuestos deben recaer sobre todos para que todos nos sintamos iguales, pero que han suprimido esas mesas con cintas en blanco y negro (no me olvido de los artistas del color) que no podían o no querían, o las dos cosas, atender ninguna de las cargas impositivas con las que se mantiene en pie el sistema (sobre solo un pie, como sabemos).

Pero esa ausencia solo me sirve para estimular un poco la melancolía, que hay que tener todas las emociones en forma para cuando se necesiten de verdad. Ahora ya no vengo para comprar esas cintas. Lo que me interesa, que mis circunstancias han cambiado y yo con ellas, para no hacerle un feo a Ortega y Gasset, es ser de los primeros en acudir a uno de los puestos de cromos de fútbol para llevarme los equipos enteros como magnate chino. De dos en dos.

Y ahí estoy, bajando por la Ribera de Curtidores mientras los dueños de los puestos ensamblan las partes metálicas de los mismos y charlan entre ellos y miran al cielo y disponen la mercancía y vigilan los sacos con la mercancía. Les dejo trabajar, claro, y por eso voy por la acera, recorriendo sus trastiendas. Es el camino rápido y en el que me encuentro un quiosco donde suelo detenerme para leer titulares con la satisfacción del camello que encuentra un pequeño oasis en el que relajarse un poco, por mala que sea la calidad del agua. Hoy es tan pronto (los churros de todas las cafeterías, incluso los de las malas, donde se quedarán expuestos hasta la noche, todavía están calientes)  que el quiosco está cerrado.

Está cerrado y bien cerrado. Y es una lástima porque hoy es un buen día para detenerse en la prensa deportiva y disfrutar de los titulares de los periódicos enemigos, obligados a mirar hacia otro lado (el homenaje a algún socio distinguido que se ha muerto, no sé) mientras los ecos (en lenguaje deportivo) del suceso principal, el de ayer, siguen vivos. Quería y necesitaba esos titulares, pero la realidad es permeable y cuando algo importante sucede, ella misma se encarga de transmitirlo con lo que tiene a mano: enfrente del quiosco, un espejo con marco de madera premia con su reflejo unas prendas blancas que tiene colgadas delante de sí.

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