martes, 8 de noviembre de 2011

El cuadro

“Haber estado allí, estar ahora aquí; esas cosas, pensó, que parecen tan meridianamente claras, y que no lo son” - Benjamin Black

Están las cosas y lo que hay debajo de ellas. Las cosas en su sentido más amplio. Un objeto. Una palabra. Una acción. Un silencio.

Hay gente que es capaz de vivir en la superficie de las cosas. Alimentándose del significado que las cubre. Tal vez les baste con eso. Tal vez perciban una intensidad que les llena.

Digo tal vez porque yo soy incapaz de sacar nada de esa superficie. Quizás sea por culpa de la literatura y de esa sospecha de la que se alimenta y que viene a decir : es debajo donde tienes que mirar y el material con el que debes remover la tierra son las palabras. Lo que te obliga a trabajar la realidad y a vivir con la sensación de que el día que no lo hagas no habrás entendido gran cosa y, sobre todo, no te llevarás nada.

Que te ganarás el pan con el sudor de tu frente es cierto, pero la palabra pan tiene un significado distinto para cada uno y que lleva tiempo descubrir.

Daniel ha montado esta tarde en el salón la pista de coches que le regalaron el domingo. Ha aprovechado la altura de la mesa para que los coches bajen con rapidez y lleguen al final, donde dan una vuelta de ciento ochenta grados para terminar pasando por debajo de la figura de un Minotauro.

-Es el premio Porco Rosso – me dice.

Me gusta descubrir que grabarle la película y animarle a verla ha servido de algo, que no se ha hundido bajo todas las horas de televisión y que mi sospecha de que es una película que merece la pena era cierta.

No todos los coches terminan pasando bajo las piernas del Minotauro. En alguna parte del trayecto se caen y golpean el suelo con un sonido que los vecinos de abajo han escuchado hoy por primera vez y del que tardarán en olvidarse. Sería interesante hablar con ellos y preguntarles qué ruidos son los que nos definen. A su lista, hoy tendrán que añadir el de otro coche que, esta vez, se sale en la curva.

Les digo que tenga cuidado con los coches dirigiéndome a los vecinos para tratar de calmarles. Hago lo que puedo, es el mensaje.

Así que están los ocho coches, y la pista, estrecha y de color naranja, que recorre el salón de un lado a otro, y el ruido que los coches hacen al caer, y el Minotauro, y la mención a Porco Rosso, y mi petición de que tenga cuidado, y los cojines formando un puente, y las modificaciones que va haciendo al trayecto, y la llamada de María anunciando que el baño está listo y mi sospecha de que esta escena es el material del día.

Me marcho un momento al cuarto de los libros y cuando vuelvo por el pasillo veo a Daniel, sentado en el suelo, completamente atento a un coche que tiene en la mano. Está concentrado en lo que hace, sin dejar que nada le distraiga. El marco de la puerta convierte la escena en un cuadro y me quedo quieto mirándole.

En ese momento su cabeza está llena de opciones que está estudiando. Todo es posible. Abierto. Por descubrir. Puede que sea el tipo de concentración a la que uno vuelve años más tarde para diseñar un puente de verdad. O a la que nunca podrá acudir si no la ha experimentado.

A pesar de que está prohibido dejar juguetes en el salón, por la noche no le obligamos a desmontar el circuito. Se queda ahí, como un desafío más para que las palabras trabajen en él.

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