sábado, 19 de noviembre de 2011

Travesía a Japón

En el puesto de sushi del Carrefour no queda ningún cocinero preparando bandejas porque son ya las nueve y media de la noche, una hora poco propicia para estas demostraciones. Respondiendo a la pregunta sociológica de ¿quién está un sábado por la noche a las nueve y media haciendo la compra en Carrefour?, puedo poner como ejemplo a esa pareja que anda por los pasillos.

El que empuja el carrito soy yo. El que va de pie, apoyado en la partes desplegable, es Daniel, que va señalando con el brazo derecho hacia dónde quiere que vayamos. Así que, en nuestro caso, la respuesta es : navegando, a las nueve y media, la gente en Carrefour está navegando.

La travesía es tranquila porque no nos cruzamos con demasiados barcos por estos mares. Visitamos aguas en las que maravillarse antes las decoraciones navideñas, otras en las que deleitarse antes las demos de los juegos de las consolas y pasamos, rápidamente, por los pasillos de los juguetes, tratando de evitar las tentaciones con dos tapones de cera que me pongo en los oídos.

Nuestra travesía nos lleva hasta las costas de Japón, donde, ya lo he dicho, no queda ningún cocinero para darle algo de glamour a la compra. Hay dispuestas bandejas con distintas formas de mezclar el arroz con el pescado crudo con nombres distintos y precios semejantes. Los precios son elevados. Caros. Pero es que nuestro destino era éste. Quién sabe si Colón también tuvo el capricho de embarcarse un sábado ya atardeciendo. El se diría “Qué bien me sentarían unas especias para cenar”. Y nosotros, imitándole, nos hemos dicho también “Qué bien nos sentarían unos sushis para cenar”.

Daniel, que no le presta atención a los precios, va lanzando bandejas al carro como el que carga un camión con adoquines. Le conmino, porque me siento capacitado para hacer uso de este verbo, a que tenga más cuidado, que lo que tiene en las manos es caro. Y él me mira como diciendo, no, es pequeño y yo tengo hambre. Como buen marinero, lo que quiere es tener las bodegas repletas para el resto del viaje, pero tengo que explicarle (lo de conminar sólo sirve para temas literarios, no lo uséis en la realidad si no es bajo la supervisión de algún adulto más capacitado) que no, que se trata de llevar lo justo porque esto es caro. Tan caro como una figura de la Guerra de las Galaxias. El ejemplo funciona y acaba cediendo, aunque su hambre siga siendo la misma.

Sí es caro, pero es que estamos en Japón. Cumplida nuestra misión, regresamos, siguiendo las corrientes propicias, hasta la zona de las cajas. Veo que se nos ha hecho bastante tarde. Y no por culpa de las discusiones en Japón, sino por el tiempo que hemos pasados viendo las demos de los videojuegos. Al pagar pienso un ratito en Fukushima, pero poco.

Ya camino del coche, pasamos frente a una zona peligrosa. A la izquierda, una tienda de animales. A la derecha, otra de videojuegos. Dura es la vida del marinero. Daniel se mete en la de los animales a echar un vistazo. Yo insisto en que es tarde, pero él, frente a los acuarios, me pide un poco más de tiempo. Si Ulises hubiera viajado con su hijo, habría tardado el doble en volver a Itaca. Estamos además en una zona en la que el reloj va mucho más deprisa. Hay que salir de aquí como sea.

Daniel me hace señales para que me acerque y cuando ve que me marcho viene a mi lado enfadado, en silencio.

-Te habrían gustado mucho los peces.

Los adultos, pienso, tenemos tiempo para los peces muertos que nos vamos a comer. Los niños, para los vivos. No lo digo. A la salida, camino del coche, ya no le presta mucha atención a las luces de Navidad, que tanto le habían gustado al venir. Sigue callado.

Callado sigue al llegar a casa. Se me acerca cuando estamos poniendo la mesa y me dice que me va a dibujar los peces para que vea lo que me he perdido. Se sienta en el suelo con una hoja de color naranja y me dibuja dos peces. Uno visto desde arriba y el otro desde un lado. Es un gran dibujo. Y me doy cuenta de que no pedía más tiempo para él, que lo que le da pena es no haber tenido la oportunidad de compartir conmigo algo que le gustaba.

Como venganza, en cuanto nos sentamos a la mesa empieza a comerse todo lo que hay en los platos.

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